Jacques Sagot,
pianista y escritor
Aconteció en el mes de diciembre, durante el paroxismo de la orgía consumista navideña. Primero fue un representante de una compañía de teléfonos jurándome que sus tarifas eran las más baratas desde la invención del aparato por Graham Bell, allá en 1876. Luego fue el agente de cierta aerolínea, empeñado en que yo no me privara de los generosísimos descuentos ofrecidos por su compañía durante la temporada navideña. Concomitantemente, mi banco me envía -¡insólita coincidencia!- su nueva línea de cheques de viajero, “especialmente diseñada para el hombre cuyo domicilio es el mundo entero”. Por fin -y la coincidencia adquiría aquí un cariz realmente sobrenatural-, el representante de una compañía de seguros amenaza con eternizarse en el umbral de mi puerta hasta tanto yo no le compre una póliza de viajero “porque nada puede ser más importante que la seguridad de los suyos”.
De pronto comprendí la realidad de mi tremendo predicamento: conocían mi paradero, mi estilo de vida, mis necesidades y preferencias. Las grandes corporaciones internacionales sabían todo con respecto a mí, y se pasaban unas a otras la información, concertando una campaña conjunta para despojarme hasta de mi último céntimo. ¡Estaba fichado en los archivos de la policía secreta del anarco-capitalismo postmoderno!
Aquella misma noche tuve la pesadilla que a continuación describo a mis lectores, en la esperanza de que alguno de ellos me ayude quizás a descifrar su significado. Estaba yo de pie en medio de una vasta asamblea, algo así como uno de esos actos de fe celebrados por el Sagrado Oficio de la Santa Inquisición en la España del siglo XVII. Ante mí ardía un brasero descomunal, y una legión de dignatarios vigilaban, graves y cejijuntos, hasta el menor de mis movimientos. Cosa curiosa: en lugar de los fastuosos atuendos ostentados por los inquisidores de la antigüedad, estos jueces tronantes vestían con la aséptica y fría formalidad de los directivos de alto rango en las grandes corporaciones transnacionales. De pronto, el más prominente de ellos se acercó a mí, y extrajo de una valija ejecutiva un documento en el cual procedió a leer, con voz apocalíptica, las siguientes acusaciones: “¿Te arrepientes, infeliz hereje, de haberte negado a pagar tu diezmo a las corporaciones que devotamente velan por tu bienestar? ¿Abjuras, oh infame apóstata, de haber profesado en forma clandestina las artes de la música y la literatura, oficios no directamente vinculados a la generación masiva de capital, y merecedores por consiguiente del anatema de nuestra sacra institución?” Y como yo, trémulo y desconcertado, vacilara en mi respuesta, dos verdugos del Santo Oficio comenzaron a conducirme hacia la hoguera, entre los ecos del miserere y las fórmulas de absolución del Gran Inquisidor: “Dominus noster Iesus Christus, qui habet plenariam potestatem vos absolvat…” las llamaradas de aquel brasero premonitorio del fuego eterno comenzaban a abrasar mi carne cuando desperté en sobresalto, ensopado en sudor, transido de terror y angustia.
Al día siguiente, mientras practicaba como siempre mis “clandestinas actividades musicales y literarias” pensé que, en cierto modo, los hombres no terminamos jamás de salir del oscurantismo medieval, y que acaso hoy más que nunca marchamos, cantando y sonriendo, hacia nuestra propia inmolación. Estamos siendo una vez más triturados por la maquinaria ideológica y productiva que alguna vez pusimos en marcha, y que ahora, como el monstruo de Frankenstein, cobra vida autónoma y se rebela contra su creador.
Las garantías y prerrogativas individuales se ven amenazadas por una nueva forma de autocracia, munida esta vez del ominoso poderío de los medios de comunicación. Ese totalitarismo consumista donde el Dios de la cristiandad ha sido suplantado por el Becerro de Oro, y donde los hombres tienden cada vez más a convertirse en meros instrumentos del sistema, piezas del siniestro engranaje que hoy en día se erige en fin último de la experiencia humana. A menos, claro está, de que todo esto no sea más que una de esas sombrías rumias que suceden a las más aciagas pesadillas. Después de todo, tal vez no haya nada de qué preocuparse, y estemos aún y siempre viviendo. Al sarcástico decir de Voltaire, “en el mejor de los mundos posibles”.
Esto es en extremo perturbador. He cumplido ya cincuenta y nueve años de edad. In the good old times of yore mis casillas de correos se llenaban de promociones comerciales que me proponían cruceros por el mar Caribe, membresías en exclusivos clubes de tenis y de golf, ofertas de gimnasios equipados con los mejores cacharros y una piscina olímpica para mantener mi cuerpo en forma… ¿de qué? No lo sé. También me llegaba publicidad de servicios de escort girls que se vendían como las más hermosas muchachas del hemisferio norte; invitaciones a hoteles vacacionales en lo alto de las montañas, con clases de esquí incluidas; excursiones “con todo pago” y guiadas por expertos baquianos al fondo del Gran Cañón del Colorado; planes vacacionales en el Serengueti; estadías en un hotel de cinco estrellas al lado del pico Zermatt.
Pero hélas! Como dice Georges Brassens: “el tiempo es un bárbaro de la estofa de Atila, ahí donde sus caballos pasan la hierba no vuelve a crecer”. Ahora vivo inundado de publicidad de asilos de ancianos, con nombres tan abominables como “Luz del crepúsculo”, “Paz del ocaso”, “Residencia para almas diáfanas”, “Albergue de Santa Rita de Cassia, patrona de las causas imposibles”, “Casa de reposo y confortación para ciudadanos de oro”, “Aposento de Nuestra Señora Santa Filomena, la cantarina”… y otras memeces de esa laya.
Pero las cosas se ponen aún más lúgubres cuando me llega publicidad de servicios de pompas fúnebres, de capillas de velación, de fábricas de ataúdes, de crematorios para la incineración de los cadáveres, de urnas esbeltas y profusamente ornamentadas para depositar las cenizas, de iglesias que ofrecen misas de novenario, de grupos terapéuticos de apoyo en caso de muerte en la familia, de psicólogos especializados en la elaboración del duelo ocasionado por un fallecimiento, de marcas diversas de antidepresivos, ansiolíticos, reguladores del afecto y somníferos, de lotes de cementerios diseñados para el reposo de personas notorias y celebridades… Todo esto es macabro hasta la asfixia -y la rabia, por cierto-. Así que la publicidad que invitaba al viaje y la aventura juvenil ha cedido su lugar a la publicidad en que la sociedad nos propone diversas maneras de disponer de nuestra carroña, ¡colmo de la ignominia!
No hace mucho entré a una capilla de velación, donde reposaba un amigo muy querido. Uno de los empleados del establecimiento me reconoció, me tomó por el brazo, de manera oficiosa y como asegurándose de que no me fuera yo a desplomar en el camino, me llevó al segundo piso, donde yacían, en despliegue espectacular, docenas de ataúdes de todo tipo de materiales, diseños y colores. ¿Y saben ustedes lo que el cretino me espetó? ¡No, no, es que no me lo van a creer! Me condujo hacia el más aparatoso, brillante, aterciopelado y fastuoso de los sarcófagos y con absoluta seriedad -más aún, con deferencia y obsequiosidad- me dijo: “Mire, don Jacques, este ataúd ha sido especialmente diseñado para acoger a grandes personalidades de Costa Rica, hombres y mujeres ilustres, gente como usted. De hecho, toque el terciopelo del forro interno: sienta qué delicia de tela, y admire el diseño: es una obra maestra de ebanistería con un barniz que desafía la humedad del trópico tanto como los suelos más secos y agrietados. ¿Le gusta? Yo se lo puedo reservar: lo haría con mucho gusto, por un pequeño adelanto de trescientos mil colones. Así queda usted contento y puede dar ese aspecto de su deceso por resuelto” -y tomaba mi mano, el vampiro, y persistía en hacerme tocar el forro de terciopelo donde supuestamente mi espalda encontraría solaz-…. ¡Fue horroroso! Salí del lugar sin siquiera despedirme del mozo, sin visitar la capilla de mi amigo, sin volver a ver hacia atrás, sin decir palabra, ahogándome y urgido de una bocanada de aire fresco. Jamás volví a poner el pie en aquel antro de muerte.
¡Qué profesión difícil, vender ataúdes! La sobremodulada amabilidad con que me atendió ese cretino no hizo sino asquearme más al imaginar mi pobre cuerpo yacente dentro de aquel ataúd “especialmente diseñado para próceres de la patria como usted, don Jacques”. Todo eso lo oí y lo vi, sí señor. No estoy fabulando nada. Este no es un relato de ficción… a menos de que aceptemos la premisa según la cual la vida sería también, a su modo, ficticia. Algo horrible, espeluznante, esa viscosa mezcla de deferencia e impaciencia por verme muerto… Es así como me contemplan ya los jovenzuelos del mundo entero: como si estuviera in limine litis, ad portas de la parca, in articulo mortis. Supongo que esa es la clase de agasajo y rendibú que me será prodigado por el mundo entero en lo que me quede todavía de sístoles y diástoles, de inhalaciones y exhalaciones sobre el planeta.
Por cierto, ya no recibo publicidad de escort girls o de náyades y ondinas que buscan compañero sentimental, sino de grupos de viejecitas en diversos asilos que querrían recibirme con té y galletitas, si yo toco piano o les leo un cuento. Son adorables, y… pues aceptaré su gentil invitación. Creo que si yo hubiese nacido cincuenta años antes, habría sido muy demandado por las damas de esa era geológica. Hoy por hoy, soy el símbolo sexual de todos los asilos de viejitas del país. Mondo cane! Puta merda! Dam nit! Sacré nom d´ une pipe!
Agregar comentario