Visión CR

Sinfonía Inconclusa

Jacques Sagot,

pianista y escritor

Los seres humanos no solo tenemos que hacer las paces con el hecho ya suficientemente perturbador de nuestra finitud.  Debemos además aceptar su más angustiante subproducto: la incompletud.  Todos somos, en mayor o menor medida, la Sinfonía Inconclusa, de Schubert.  No podremos ponerle punto final a nuestro último poema, ni una posdata a nuestra última carta. Siempre quedarán proyectos truncos, sueños no cristalizados, anhelos no colmados.

Nuestros labios y lenguas avaras y cicateras no dirán el “gracias” que alguien esperó durante toda una vida. O el “perdón”. O el “te amo”.  O también -¿por qué no?- el “te odio desde el magma mismo de mis entrañas”.  En nuestros labios quedará colgado, cual fruto maduro que nadie vendimió, un beso que tenía que ser ofrendado, una caricia, una mirada de amor, o de ternura, o siquiera de simpatía.  Nos iremos cargados de empresas abortadas, de acordes disonantes no resueltos, de mentiras no rectificadas, de verdades apenas entrevistas, de disculpas no ofrecidas, de venganzas no perpetradas, de gratitudes no expresadas…  Y ¿de qué sirve la gratitud muda, esa que no es formulada verbalmente?  Es como si no existiera.

Hay seres que esperan de nosotros una palabra, la palabra clave, esa que quizás les devolvería la paz al alma.  Y nosotros no les prodigamos ese mínimo bálsamo. Acaso fuera el más simple de los bisílabos, o incluso un monosílabo.  Pero la mezquindad de nuestras almas es tal, que ni siquiera eso fuimos capaces de regalarles.  Por atolondramiento o distracción, porque por principio asumimos que la gente estará siempre ahí, esperando la palabra providencial que solo nosotros podemos pronunciar. Pero la muerte nos embosca en cualquier momento, y descubrimos, la boca abierta, lívidos los labios, los ojos desmesuradamente abiertos, que ya el telón cayó sobre nuestra pequeña comedia terrena, y no fuimos capaces de obsequiarle a ese ser querido la palabra que tanto anhelaba. Tal vez era un “te amo”: tres sílabas, cinco fonemas, pero suficiente para que la vida de una persona module de Re menor (la tonalidad del Réquiem de Mozart) a Mi bemol mayor (la del Concierto Emperador de Beethoven).

Todos llevamos enquistados, allá, muy dentro de nuestras almas, un Scrooge, un Harpagón, un Shylock, un Papá Goriot, un Papá Grandet, un Gobseck… la incapacidad para el don de nosotros mismos.  Hay mil formas de avaricia: la monetaria es tan solo un subtipo, y probablemente sea el menos grave.  Hay gente que no es capaz de dar su corazón, de no dar su cuerpo, de no dar una caricia, de no dar un beso, de no dar una palabra, de no dar una sonrisa, de no dar un consejo, de no dar el menor gesto de solidaridad…  La avaricia es proteiforme sobre la faz de la tierra.  Es un bicho que se presenta en mil variedades.  Hay gente que puede ser muy generosa en algunas áreas de la vida (quizás son dispendiosos con su dinero), pero son absolutamente incapaces de dar amor, o afecto, o gozo sexual, o de sellar un pacto de solidaridad con nadie.

Una anécdota chistosa. El gran director de cine Alfred Hitchcock, en un raro momento de efusión lírica, le dijo a su esposa Alma Reville, compañera durante 54 años: “¿Sabes una cosa, querida?  Después de buscar obsesivamente toda mi vida a rubias enigmáticas y seductoras para mis películas (Ingrid Bergman, Joan Fontaine, Grace Kelly, Tippi Hedren) me doy cuenta de que aquella a la que en realidad siempre he buscado, y siempre he amado, es a ti”. Alma bajó la cabeza y, con los ojos anegados en lágrimas, le contestó: “Lo que no entiendo es por qué hasta ahora me lo dices, Alfred”. A lo que el maestro respondió sonriente: “Pero querida, ¿por qué crees que me llaman el rey del suspense?”  Por pasada la risa inicial, calibramos la crueldad de Hitchcock, su nefasto laconismo, su constipación verbal.

En el prólogo a sus Rimas Bécquer nos ofrece un vívido, angustiosísimo testimonio del terror a la incompletud, tal cual se manifiesta en los artistas. Le cedo la palabra al poeta.

“El insomnio y la fantasía siguen procreando en monstruoso maridaje. Sus creaciones, apretadas ya como las raquíticas plantas de un vivero, pugnan por dilatar su fantástica existencia disputándose los átomos de la memoria, como el escaso jugo de una tierra estéril.  ¡Andad, pues! Andad y vivid con la única vida que puedo daros. Mi inteligencia os nutrirá lo suficiente para que seáis palpables; os vestirá, aunque sea de harapos, lo bastante para que no avergüence vuestra desnudez. Yo quisiera forjar para cada uno de vosotros una maravillosa estrofa tejida con frases exquisitas, en la que os pudierais envolver con orgullo como en un manto de púrpura.  Mas es imposible.  No obstante, necesito descansar; necesito, del mismo modo que se sangra el cuerpo por cuyas henchidas venas se precipita la sangre con pletórico empuje, desahogar el cerebro, insuficiente a contener tantos absurdos.  Quedad, pues, consignados aquí como la estela nebulosa que señala el paso de un desconocido cometa.  No quiero que en mis noches sin sueño volváis a pasar por delante de mis ojos en extravagante procesión pidiéndome, con gestos y contorsiones, que os saque a la vida de la realidad, del limbo en que vivís, semejantes a fantasmas sin consistencia. No quiero que al romperse esta arpa, vieja y cascada ya, se pierdan, a la vez que el instrumento, las ignoradas notas que contenía.  Me cuesta trabajo saber qué cosas he soñado y cuáles me han sucedido.  Mis afectos se reparten entre fantasmas de la imaginación y personajes  reales. Mi memoria clasifica, revueltos, nombres y fechas de mujeres y días que han muerto o han pasado, con los días y mujeres que no han existido sino en mi mente. Preciso es acabar arrojándolo de la cabeza de una vez para siempre.  Si morir es dormir, quiero dormir en paz en la noche de la muerte, sin que vengáis a ser mi pesadilla maldiciéndome por haberos condenado a la nada antes de haber nacido. Id, pues, al mundo a cuyo contacto fuisteis engendrados, y quedad en él como el eco que encontraron en un alma que pasó por la tierra sus alegrías y sus dolores, sus esperanzas y sus luchas.  Tal vez muy pronto tendré que hacer la maleta para el gran viaje.  De una hora a otra puede desligarse el espíritu de la materia para remontarse a regiones más puras. No quiero, cuando esto suceda, llevar conmigo, como el abigarrado equipaje de un saltimbanqui, el tesoro de oropeles y guiñapos que ha ido acumulando la fantasía en los desvanes del cerebro”.

Todos los artistas, ínfimos o egregios, hemos conocido esta pavorosa angustia.  El tener que abandonar la gran fiesta de la vida sin haber alumbrado la obra que fuimos llamados a materializar.  Todos trabajamos contra reloj, y como decía Baudelaire: “siempre es más tarde de lo que crees”.  Esa es nuestra dación, esa es nuestra vivencia de la generosidad, eso es lo que siempre quisimos compartir con el mundo.  Eso y nada más.

Esto lo conoció Proust, extenuándose durante noches enteras para poner fin a su colosal ciclo novelístico Ὰ la recherche du temps perdu. Y lo logró apenas: en la última obra se siente la prisa, el sofoco, la taquicardia del artista que ya oye en la escalera los pasos de la muerte.  Esto lo sintió Schubert, que se sabía enfermo terminal de sífilis, y veía ante sí las gotas de la clepsidra nacer, engordarse, retemblar, y caer por fin en el vaso del pasado irrecuperable. Durante el último año de su breve vida (treinta y un años) produjo, inclinado sobre su piano como un poseso, una gavilla de obras maestras en todos los géneros que ningún otro compositor ha sido capaz de igualar. Nadie -incluyo a los más ilustres nombres- ha producido en el lapso de un año tantas magnum opus como Schubert.

Pienso en la divina incompletud de Yolanda Oreamuno, Jorge Debravo, Alfonsina Storni, Gérard de Nerval, Guy de Maupassant, Van Gogh, Edgar Allan Poe, Hölderlin, Mússorgski, Robert Desnos, Alain Fournier, Novalis, Mozart, Bellini, Gershwin… segados por la enfermedad, la guerra, la droga, el alcoholismo o el suicidio. ¿Y Ravel, que a las puertas de la muerte se decía: “Partir, partir justamente ahora, cuando tenía tanta música bella por crear”?  Y se me rompe el corazón, y me echo a llorar.  Después me doy cuenta -¡pobre insensato!- de que lloro por mí, por mi propia obra hecha de jirones, vislumbres, inconexos retazos, y constato, apurando hasta la hez el principio de realidad, que la vastísima mayoría de mi opus solo podría ser publicada póstumamente. Y me culpo por no haber trabajado más ardua, más encarnizadamente (¡y sin embargo, Dios sabe que lo he hecho, al punto de poner en riesgo mi frágil salud!)

No le perdono a Puccini que, por perder su tiempo cazando patos (¡vaya pasatiempo!) haya dejado inconclusa y eternamente enferma a Turandot, la más bella de sus óperas.  ¿Qué creyó, el bon vivant toscano? ¿Qué la muerte iba a tener la consideración de esperar a que pusiera la última nota de su pieza antes de prenderlo? Pssst… Viejo vagabundo e irresponsable.

Amigo, amiga: si hay en el mundo un ser a quien usted ame y no se lo haya hecho saber, vaya a hacerlo. Hoy mismo. ¿Mañana? El mañana no es más que una optimista apuesta que bien podríamos perder. El mañana nunca será otra cosa que una hipótesis.  Perfectamente  falible en tanto que tal.  Hágalo hoy, y hágalo no solo por la persona que espera su palabra providencial y salvífica, sino por usted mismo.

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