Visión CR

Jacques Sagot,

Pianista y escritor

Tal parece que hoy en día no se es mujer a menos de que se tengan las piernas de Sharon Stone, los senos de Pamela Anderson, el lunar de Cindy Crawford, las nalgas de Jennifer López.  La belleza plástica, la proporción de las formas y el esplendor puramente cosmético constituyen la definición, la esencia misma de la mujer contemporánea, esa que, justamente, dice no creer en las esencias, sino únicamente en los constructos culturales.  Pero es evidente que su acción no va de la mano de su pensamiento.

La modelo, la beldad “oficial” hacen en nuestros días las veces de los castrati del siglo XVIII: son productos de consumo, objetos fabricados para el manoseo mental de la turbamulta, adorno de portadas, sonrisas de cartón, carnada de las pancartas publicitarias.  Son deidades ungidas por la sociedad anarco-consumista, fetiches de las masas ciegas, sordas y mudas; ídolos efímeros ante los cuales se prosternan tan solo los peleles.  Digámoslo alto y claro: por bella que sea, una mujer no es, no puede ser, no será jamás una mera calcomanía, un logotipo, un emblema del consumismo onanista, auto-gratificador.  Son muchas las mujeres que creen entrar al Valhala cuando ven esos ojos, esa boca, esos senos suyos merecedores de tan diferente homenaje, engalanar los anuncios de carros, de cigarrillos o cerveza.  ¡Valiente título de gloria: el saberse la fantasía masturbatoria de una pacotilla de pelmazos!  Esa belleza que hubiera debido ser un regalo para el compañero o compañera de elección, el formidable detonador de las potencias amatorias del hombre o mujer digno de ella, se disipará ahora en fuegos de artificio. 

¡Usar el cuerpo de la mujer para vender porquerías es como utilizar la luz de un cometa para alumbrar un burdel!

La reducción de la mujer a sus meros atributos físicos es, entre todos los subterfugios de manipulación que el hombre ha creado para su satisfacción egoísta, uno de los más viles y nocivos.  Entendámoslo de una vez: la mujer no vino al mundo para fungir como un puntual y solícito agente del placer masculino, su misión no estriba en proveer la constante gratificación del macho (que siempre se asume a sí mismo como el individuo alfa del clan).  ¿Es que acaso unas libras de más privan automáticamente a una mujer de su derecho a ser amada?  Porque si esas son las reglas del juego, lo justo sería también que los hombres -árbitros intransigentes y absolutos de la belleza- se sometan a ellas.  Así las cosas, exijámosle a cada pretendiente la musculatura de Schwarzenegger, la sonrisa y charme de Cary Grant y la gangsteril sexualidad de Robert De Niro: ¡a ver qué pasa!  El efecto de tales expectativas sobre el hipertrófico ego del macho latino sería tan devastador, que de inmediato tendríamos una legión de neuróticos e impotentes sexuales a guisa de hombres.  ¡Somos psíquicamente tan frágiles y vulnerables, los machos de la especie humana!

Y sin embargo, este es, ni más ni menos, el tratamiento que durante siglos le hemos infligido a la mujer.  Una de las más interesantes -y divertidas- consecuencias de la liberación femenina es que ahora la mujer puede también darse el lujo de “cosificar” a su compañero, darle a probar de su propia medicina: compararlo, medirlo, convertirlo en objeto estético y comentar sus dones -o falta de ellos- abierta y desenfadadamente.  Ya veremos cuánta inseguridad genera esto en aquellos que alguna vez se autoproclamaron pontífices incontestables de las formas y volúmenes físicos.

No me malinterpreten: nada tan lejos de mí como depreciar la belleza corporal, o ensayar aquí una apología de la fealdad.  Bien que mal soy músico, y como todos los de mi gremio, padezco de una incurable debilidad por la magnificencia de los contornos y las texturas.  Sí, soy hipersensible a la belleza femenina -delicada y sumamente peligrosa afección-.  Creo -hablo con absoluta seriedad- que la belleza de la mujer duele.  Duele, sí, porque eso es lo que la hermosura suprema genera en nosotros.  No sé qué es lo que duele.  No sé cuál es el nervio expuesto del alma que se retuerce al contemplar a una bella mujer, o siquiera verla pasar fugazmente por la acera.  No es una experiencia tan grata como alguna gente cree.  Como decía Platón, “quien ama la belleza desea por principio que esa belleza pueda ser suya”.  Y está clarísimo que en una vida entera un hombre ve cinco millones de mujeres bellas, y quizás una reciproque su fervor (¡y a decir verdad creo que mis estadísticas están pecando de optimistas!)

Lo que voy a hacer es un gesto grosero, por poco obsceno: poner al lado del glorioso fundador de la Academia de Atenas a un cantantillo de poco calado cuyo nombre incluso ignoro.  Tenía el graznador de marras una tonadilla que decía: “¡Sí, era muy bella, insoportablemente bella, bella!”  Pero resulta que el atorrante no se equivocaba: la belleza de la mujer puede ser, literalmente, insoportable.  Dan ganas de amarrarse a un mástil sobre la carlinga de un buque y llenarse el oído de cera derretida, como por consejo de Cerce tuvo que hacer el pobre Odiseo al bogar frente a la temible Isla de las Sirenas.  Y no creo que en mi caso tan draconianas medidas servirían.  Enloquecido por telúrica pulsión desceparía el mástil del barco y con él a la espalda procedería a ahogarme en el proceloso océano, sin llegar ni siquiera cerca de mis amadas egerias.

Sostengo que la belleza es plural, y se presenta en tantas formas como mujeres hay.  No es, en última instancia, la belleza lo que suscita el amor, sino el amor el que engendra la belleza.

Mujeres del mundo: cesen de una vez por todas de atormentar sus cuerpos con cirugías estéticas (por cierto, ese es un error lingüístico: ninguna cirugía puede ser estética, en rigor solo podría ser estetizante). Basta ya de liposucciones e implantes de silicón, botox y colágeno a fin de conformar con un arquetipo arbitrario y convencional de belleza, o secundar los caprichos de algún sultán o vanidoso reyezuelo.  El problema no está en ustedes, sino en la trágica miopía de sus compañeros o compañeras, de esos pobres ilusos que tienen la luna en sus manos y aún no se han dado cuenta.  Créanme: ustedes son bellas, ustedes siempre serán bellas, porque jamás conocí a una mujer que no lo fuera. 

Nada tan hermoso como el cuerpo de la mujer que lleva las marcas de la vida, del intelecto, del trabajo, de la maternidad: desde el punto de vista puramente cosmético es quizás menos glamoroso, pero el hombre sensible sabe reconocer en él la prueba de un rasgo sublime: la capacidad de amar algo o alguien más que a sí misma, de postergar su propio ser en aras de un hijo, de una obra, de una misión trascendente.  Las arrugas no son vejaciones infligidas por el tiempo: son antes bien títulos de gloria, condecoraciones que la vida nos confiere.  Hay fuego en la mujer joven, sí, pero en la mujer madura hay luz, esa luz purísima que vivifica en lugar de abrasar. 

El mundo está harto de chiquitas lindas y relamidas.  Denme una mujer verdadera, una mujer con letras mayúsculas: MUJER, y guárdense a sus muñequitas de almanaque, tan plásticas y deleznables como el papel en que sus sonrisas están impresas.  Denme la mirada alucinada de Juana de Arco cuando auscultaba el silencio.  La divina intransigencia de Antígona, que vino al mundo a decirle “No” a Creón, y luego morir.  La frente umbría de Marie Curie, altiva en la solitaria vigilia de su trabajo.  Los senos pródigos de la Libertad que conduce al pueblo, tal cual la soñó Delacroix.  Las manos de Camille Claudel, domadoras del mármol.  El delirio de Isadora Duncan, la novia del viento y contertulia de la tormenta.  Las abismales visiones de Frida Kahlo, que mediante pasmosa alquimia supo transmutar todo el dolor físico y moral de una vida en belleza.  He ahí el linaje de mujeres que el mundo necesita desesperadamente.  Lo demás, señores, es mera superchería, tonterías de adolescente psíquicamente rezagado, fantasías que Hollywood nos ha administrado intravenosamente: circulan y envenenan nuestro sistema psíquico y suprimen en nuestras mentes la función de la sinapsis neuronal.  Se vale crecer y madurar, señores: es cosa que les recomiendo enfáticamente.

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