Visión CR

Seis secretos para conservar la salud

Jacques Sagot, pianista y escritor

Nuestra época ha visto exacerbarse a un punto demencial el anhelo de eterna juventud que desde siempre ha aquejado a los seres humanos. En el mundo entero médicos, nutricionistas, sexólogos y exóticos chamanes nos prometen pócimas, pastillas, tratamientos y “filosofías” que, supuestamente, habrán de revelarnos el secreto de la “verdadera salud”. En medio del universal desvarío, solo faltaba que un músico como yo viniera también a proponer sus propias fórmulas mágicas. Lo único que puedo decir de mi particular receta es que su efectividad ha sido probada en la persona del propio autor, y verificada por medio de la sistemática observación de mis congéneres, en un muestreo tan amplio como variado.

En años recientes un grupo de señoras ha postulado el concepto de “sexagencia”.  Según esta superchería, las mujeres, al entrar en la sexta década de sus vidas, experimentan una segunda adolescencia.  Vuelven a la etapa “de la curiosidad”, brotan nuevamente sus retoños y pimpollos, el árbol de la vida, después del proceso de apoptosis, se cubre nuevamente de una fronda que hierve de savia fresca, florece y atrae a los pájaros.  Sí, una especie de “adolescencia” en segunda edición, revisada y aumentada por las notas de la autora.

No menos patético es el caso de esos señores que sostienen -con genuina seriedad- que por llegados a la cincuentena comienzan a vivir una etapa conocida como “adultescencia”.  En ella, el adulto reencuentra de pronto la fogosidad, la energía vital y la libido tsunámica y arrolladora del adolescente… excepto que esto sucede cuando tienen cincuenta y cinco años de edad, y califican ya como “viejos verdes”, o, para usar la expresión políticamente correcta de este fenómeno, “ciudadanos vegetales”.

Pero mantener un nivel de salud psicofísico adecuado no depende de estas fábulas y cuentos chinos pseudocientíficos.

En primer lugar y por encima de todo: sea feliz. La verdadera felicidad -que no es lo mismo que la simple contentera- nos hace fuertes, invulnerables, eternamente jóvenes. La gente no muere de cáncer, sino antes bien de frustración, de amargura, de desencanto, de puro aburrimiento. El cáncer no pasa de ser una mera formalidad, un trámite que viene a rubricar “oficialmente” la muerte de quien estaba ya muerto en su corazón. No muera dos veces: no se suicide espiritualmente cuarenta años antes de que la puntual segadora comparezca a la cita inescapable.

¿Y qué es la felicidad?  Les voy a proponer dos definiciones, que si no atañen exactamente a la felicidad, sí señalan sus condiciones indispensables de posibilidad.  La felicidad es la gratitud.  Ser feliz es estar agradecido.  Con la vida, con Dios, con la providencia, con los padres o amigos, con el destino, con lo que ustedes quieran.  Piénsenlo bien: ese bellísimo sentimiento que es la gratitud podría, por poco, homologarse a la felicidad.  Segunda definición: admirar.  La admiración -el deslumbramiento, el émerveillement, el asombro, la casi dolorosa perplejidad en que nos sume la belleza, el entusiasmo (etimológicamente, “tener a Dios en el cuerpo”), el gozo de aquello que se admira es, a su manera, una aceptable definición de la felicidad.  Para lograrlo deshágase de prejuicios, de envidia y de mezquindades.  ¡No hay nada tan bello en el mundo como admirar!  Puede ser un paisaje natural, una obra de arte canónica o la última novela, pieza musical o pintura de un colega.  ¡Permítase admirar, no se prive de ese gozo, de esa epifanía, de ese descubrimiento de facetas hasta ahora inéditas de la belleza!”.  No sucumba a la esclerosis del espíritu.  No cese de crecer y de aprender, no se contente con seguir viviendo de los depósitos de grasa intelectual acumulados en el bajo vientre del espíritu, tal un oso en hibernación.

Ame su trabajo, haga de él una liturgia diaria, un acto de amor, un consuetudinario ritual de la alegría. Por favor, no dilapide su vida haciendo durante medio siglo algo que no despierta en usted una pasión genuina e irrefrenable. No desoiga el llamado de su vocación, no traicione los más íntimos clamores de su alma. El hombre que no ama su trabajo asiste, día con día, a su propio entierro. Al abrir los ojos cada mañana, descubre el grillete de la galera prendido de su cuerpo, y la vida se convierte para él en un interminable cortejo fúnebre.  Viva como piensa, a fin de no terminar pensando cómo vive.

Cultive el deseo: aliméntelo, atícelo, exacérbelo, que en él encontrará usted el más puro elixir de vida que a la criatura humana le es dado saborear. Quien dice deseo dice salud, quien dice salud dice vida. La merma del deseo es el primer síntoma de enfermedad, de mengua de nuestras potencias vitales.  Todo cuanto existe en el mundo es hijo del deseo.  Los humanos somos máquinas perfectamente lubricadas y calibradas para desear.  Sí, sí, sí: yo sé que el deseo puede generar dolor (si es sistemáticamente frustrado).  Pues aprenda entonces a disfrutar del deseo per se.  No renuncie a buscar el pozo de agua en mitad del desierto, pero entretanto, conviértase en un catador, un degustador, un sommelier de la sed.  Machado decía: “bueno es saber que el agua nos quita la sed.  Lo malo es no saber para qué nos sirve la sed”.  Pues bien, sirve como motor de vida, sirve para sacarnos del quietismo y ponernos en pos de la fuente, sirve para hacernos sentir vivos -es decir, seres deseantes-.  Jamás, en lugar ninguno del mundo, se ha visto a un  muerto desear o padecer el divino tormento de la sed.

No odie, no se resienta, no envidie: he aquí tres dolencias que marchitan el cuerpo y resecan la mente. Son como alimañas enquistadas en lo más profundo de nuestro ser: sorben nuestra sangre, consumen nuestra energía, devoran lentamente nuestras vísceras, y a la larga nos dejan reducidos a una mera corteza, a una osamenta deleznable que se desintegra al contacto del primer soplo de aire, como los cadáveres recién exhumados. Los resentidos y los envidiosos creen ser capaces de ocultar a los ojos del mundo la lepra que les carcome el alma. Se equivocan: pocas cosas hay tan detectables a la vista y el olfato como la bacteria espiritual del resentimiento y la envidia.  El odio y el resentimiento lastran nuestras vidas: es como un globo que intentara alzar vuelo y embriagarse de firmamento… con cinco elefantes a bordo.

Alimente su espíritu con el mismo celo con que nutre día con día su cuerpo. Trate de no abrevar sino en los más límpidos manantiales: deje que la buena música entre en su alma como una marejada purificadora. Como decía Cervantes, “donde hay música no puede haber cosa mala”. Procure observar una dieta espiritual rica en nutrientes: Bach, Mozart, Beethoven… No castigue su espíritu con el equivalente musical de las hamburguesas McDonald´s y la Coca-Cola: si usted no consume más que bazofia musical, su espíritu comenzará a padecer de avitaminosis, raquitismo y anemia. Claro está que quien nunca ha conocido otra cosa que las hamburguesas y la Coca-Cola, no puede echar de menos la ambrosía. La ignorancia es su propia anestesia: el ignorante no sufre porque, para comenzar, no sabe de lo que se pierde.  Trágico, profundamente trágico.

Ame y déjese amar tanto cuanto pueda: he ahí la única medicina en el mundo exenta del peligro de sobredosis.  Los hombres, en su infinito candor, buscan el poder para hacerse amar. La verdad es que deberían invertir los términos de la ecuación, y buscar el amor para, por medio de él, tornarse poderosos. No hay hombre más poderoso que aquel que ama y es amado. El poder que confiere el amor, y no el “amor” que confiere el poder: he ahí lo que todos deberíamos perseguir. El amor es vacuna, reconstituyente y panacea. Es la sangre misma del espíritu, esa que irriga nuestro ser allende los más sutiles y laberínticos capilares. Sin él no hay pastilla o tratamiento que valga; sin él no cabe siquiera hablar de salud, porque la salud es cosa de seres vivientes, y quien no conoce el amor no vive: tan solo existe.  Aquel que camina una sola legua sin amor, camina amortajado hacia su propio entierro.

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