Jacques Sagot, pianista y escritor
¿Qué nos enseña el quebranto de la salud? ¿Será tan solo una sórdida broma de la vida, de Satán la más excelsa creación, una guasa desprovista de propósito? ¿Un mecanismo de la tortura fraguado por Dios, el Sádico Absoluto? (No me abandonen tan pronto, mis temerosos lectores, que estas reflexiones no tienen por objeto deprimirlos). Veamos qué lecciones podemos decantar de esa gran propedéutica del vivir que es la enfermedad. Por una vez, celebración de la vida, y no elogio de la dolencia per se es lo que quiero proponerles.
I – La enfermedad mortal reestructura radicalmente nuestras prioridades vitales: desnuda todo cuanto en nuestra vida es superfluo, y hace emerger esas pocas -poquísimas- cosas que son realmente importantes.
II – El dolor físico nos devuelve la conciencia lúcida del hic et nunc, nos sumerge en la plenitud del aquí y del ahora, ese del cual vivimos en permanente fuga, programados como estamos para exiliarnos constantemente en el pasado -la culpa o la añoranza-, o en el futuro -la ansiedad por las vicisitudes venideras-. En este punto, el dolor opera el mismo efecto que el éxtasis estético, erótico o místico. Nos siembra de cuajo en el aquí y el ahora: amigos, amigas: solemos vivir desterrados de esas dos latitudes, apremiados por el futuro o en plena deploración del pasado.
III – Una forma de vida más plena, más alerta y verdadera despunta tras la última gradiente del dolor. Ninguna enfermedad será nunca un precio excesivo a pagar si gracias a ella hemos por fin de entender qué es la vida. El quebranto físico y la evidencia y aceptación de nuestra finitud son los más poderosos generadores de conciencia que jamás tendremos. Mil veces prefiero ser un hombre sufriente y lúcido, que un tonto contento.
IV – La inminencia de la muerte suele arrancar de nuestros labios avaros esas palabras claves que nunca nos atrevimos a pronunciar, y que quizás nuestros seres queridos esperaron durante toda una vida: “perdón”, “te amo”, “gracias”, o simplemente: “entiendo”.
V – Es en la terrible fragua del dolor donde descubrimos la verdadera solidez de nuestro metal humano. La enfermedad es una extraordinaria herramienta de auto-conocimiento: nos revela esos insospechados filones, esas vetas de fortaleza moral que dormitan en el subsuelo de nuestro ser. Duro pero invaluable itinerario hacia el autoconocimiento.
VI – Todo calvario diviniza, todo dolor nos acerca a lo Innombrable. Es solo cuando el buque se hunde que la proa busca por fin el firmamento. Nada malo hay en caer -todos lo haremos tarde o temprano-, con tal de que sea con la mirada fija en las estrellas.
VII – La enfermedad criba los afectos de que hemos sido objeto, separa el trigo limpio de la maleza, los desertores de los solidarios, el discurso de las palabras del discurso de los actos: en medio de la postración vemos decantarse en torno nuestro el amor hecho de acción y el amor “de mentirillas”, ese que consiste en meras gesticulaciones. No suscribo a la “sabiduría popular” (¡insipiencia popular, deberían llamarla!) “Filosofía” inferior, ideas recibidas y reproducidas acríticamente, prejuicios, lugares comunes y frases de almanaque. El refrán “obras son amores y no buenas razones” revela, por ejemplo, un pragmatismo grosero y vulgar. Soy escritor: ¡por supuesto que creo en la razón – palabra, de lo contrario no la esgrimiría! Pero convengo: la palabra puede ser falaz. La acción no. Y es al lenguaje de la acción solidaria al que, desde la enfermedad, debemos prestar especial atención. Ese no miente. Está condenado a decir la verdad.
VIII – El dolor físico prueba que no somos únicamente -quizás ni siquiera fundamentalmente- nuestro cuerpo. Ese cuerpo enfermo nos atormenta y por último nos mata, y ello -óigase bien- contra nuestra voluntad expresa de continuar en la vida. Es un asesino con el que compartimos el lecho todas las noches de nuestras vidas. Ergo, nuestro yo esencial no puede ni podría nunca ser nuestro cuerpo. Siento mucha desconfianza por ese carcelero que es el cuerpo. La mazmorra a la que fue confinado un príncipe llamado Espíritu, merecedor sin duda de una mejor residencia. Pero sé y comprendo que tal no es el sentir de la vasta mayoría de los seres humanos, especialmente los que se criaron en la era “new age”, y que, importando orientalismos de bazar mal digeridos se apresuran a enfatizar que cuerpo y alma son la misma cosa. Yo al cuerpo lo veo como un torturador a tiempo completo. Lamento ser su galeote, y sueño con el día en que pueda deshacerme de él, como la serpiente que muda de piel y la deja cual descartado despojo
IX – La enfermedad es, en primerísimo lugar, una lección de humildad. Algunos hombres rotos, impotentes testigos de la ruina de su propio cuerpo, la aprenden. Esos son gigantes. Otros siguen ciegos y arrogantes hasta la muerte. Sí, la enfermedad desnuda todo cuanto en nosotros hay de frágil y vulnerable. Al suelo caen los escudos, las mazas, lanzas y redes del gladiador. Volvemos a ser como niños -¡y esta vez sin madre!- que acaso no sean siquiera capaces de alimentarse por sus propios medios. Pero debemos considerar una cosa: es cuando estamos frágiles que emergen los más bellos rasgos de nuestro espíritu. Normalmente no los dejamos aflorar, porque pasamos por la vida “vestidos” de músculos: ¡no vaya a ser que alguien se atreva a hacernos daño! Al dejar caer esos parapetos, brotan, impregnados del humus de su estrato de procedencia, las hermosas fragilidades de nuestro ser, esas que podrían habernos hecho más dignos de amor.
X – ¿Qué pueden hacer la razón y la ciencia por un hombre a quien le viene de ser descubierto un cáncer terminal, y el médico le pronostica tres meses de vida? Aparte de lo obvio -los tratamientos paliativos, comas inducidos y anestésicos de toda suerte- nada, absolutamente nada. ¿Creen ustedes que a este infeliz le interesará el hecho de que una partícula llamada neutrino sea capaz de viajar a mayor velocidad que la luz? ¿Que tal hecho socavaría los fundamentos de la física einsteniana? He could not care less! ¿Qué puede, entonces, convocar en su auxilio? La religión y la fe -si las tiene- serán invaluables aliadas. El arte, cuyo poder de sanación es, en muchos niveles (terapéutico, fisiológico, espiritual y ontológico) inmenso. La experiencia estética -infinitamente más que el mero placer- puede venir en su socorro. El amor de sus seres queridos, su proximidad, su confortación, su presencia activa serán un arma poderosísima. La filosofía lo ayudará sin duda a morir serenamente (por poco que no sea uno de esos cretinos que “no creen” en la filosofía). La poesía, la belleza, acaso la naturaleza, el descubrimiento de gozos sensoriales y espirituales inéditos, la reflexión… el arsenal es vasto: estamos todo menos inermes. Pero urge cobrar conciencia de que las armas están ahí (siempre lo estuvieron), y proceder a utilizarlas. ¿De qué le sirve a una nación tener un arsenal con diez mil ojivas nucleares, si nadie en el país sabe que dispone de tal recurso? Aprender a aceptar, a lidiar y aun celebrar el hecho de nuestra finitud, es una de las grandes metas de esa arriscada aventura llamada vida. Montaigne decía: “Filosofar no es otra cosa que aprender a morir. Quien aprende a morir, desaprende a obedecer”. Como sostenía Heidegger: “somos seres-para-la-muerte”. Tan pronto un niño nace, está ya lo suficientemente viejo para morir.
XI – De nuevo: la enfermedad es el momento para explorar canteras internas nunca visitadas. Y como todo dolor, una oportunidad de crecimiento. “¿Crecimiento para morir? ¡Qué gangón” -se dirán algunos negadores profesionales-. Amigos, amigas: todo crecimiento fue siempre para la muerte. Bueno es entenderlo. Hubiera sido preferible descubrirlo antes, pero si nunca se sentaron a considerar que tendrían que morirse será menester, como el rey Bérenger I en Le roi se meurt (Ionesco), “aprender” la muerte en cuestión de una hora y media, sin duda tardíamente, y a través de una especie de “curso intensivo”. Lo declararemos, como la Reina María, una “ceremonia”, y procederemos a oficiarla.
XII – ¿La ciencia? Esa se encargará únicamente de administrar sustancias: pastillas, jarabes, grageas, supositorios, píldoras, ampollas, inyecciones, pomadas, radiaciones, transfusiones, merodeos el escalpelo en nuestras entrañas expuestas a todas las antorchas del soslticio… no es el dolor físico el que aquí me preocupa, sino el moral. En esa dimensión la ciencia debe hacerse a un lado -no es su competencia- y dejar que el enfermo movilice otro tipo de fuerzas.
XIII – La muerte siempre será solitaria -perdonen la perogrullada-, pero en el proceso de morir, en ese “tránsito de fuego” (Eunice Odio) que posiblemente será todo menos fácil, podemos ser bendecidos con un buen baquiano, un buen lazarillo, un buen guía… Los hay, ya lo creo que los hay: hombres y mujeres sabios y luminosos. Espíritus superiores. Yo no vacilaría en convocarlos a mi lado para facilitar el salto al vacío. Que sostengan mi mano hasta el final, que bajen piadosamente mis párpados, y que sus voces, perdiéndose en la distancia, me ayuden a desprenderme de la vida. De hecho, conozco a un viejo amigo dotado de estas facultades, y ya he hablado con él al respecto.
Quiero hoy cantar a la vida, sí, y hacerlo con todo el fervor de mi alma de artista. Tengo amigos que hoy viven con inmensa dignidad su quebranto físico. Algunos empuñan su enfermedad como el gladiador la maza, otros la acunan y dialogan amorosamente con ella. Han comprendido que también la enfermedad está al servicio de la conciencia -la más pura forma del vivir-. Aun la muerte les tiene respeto. Por ellos alzo hoy mi copa rebosante de vida.
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