Visión CR

Los límites del crecimiento

Federico Paredes, analista agroambiental

En su formidable obra “Los ocho pecados capitales de la humanidad civilizada”, el Premio Nobel de Medicina de 1973, Konrad Lorenz, analiza con detalle la fenomenología de la deshumanización de un Planeta que ha sido amenazado por varios factores, mayormente creados por el Homo sapiens y que podrían dar al traste con la vida sobre éste.

Estos ocho pecados pueden ser enumerados de la siguiente manera: a) Superpoblación de la Tierra, b) Devastación del espacio vital natural, c) Competencia descarnada del ser humano consigo mismo, impulsada por el desarrollo tecnológico, d) Atrofia de los sentimientos y afectos más profundos, e) Decadencia genética, f) Quebrantamiento y paulatina desaparición de las tradiciones, g) Creciente formación indoctrinada y h) El espectro y amenaza de las armas nucleares.

En resumen, lo que anota el Dr.Lorenz es que hemos estado sometidos a unas falsas y erróneas interpretaciones y conductas, acuñadas en una seudodemocracia que ha permitido que el medio ambiente condicione de una manera exclusiva, nuestro desempeño y comportamiento social y moral.

A mediados de la década de los sesenta se creó en la Ciudad Eterna, el Club de Roma, un valioso y exclusivo grupo de científicos de diversas disciplinas, preocupados por el agotamiento de los recursos de un Planeta, cada vez más cerca del colapso ecológico.      En  1972, este selecto grupo publicó el clásico informe “Los límites al crecimiento” en el que sin colores políticos, esboza la cruda realidad de la voracidad de los humanos por este cuerpo celeste que, cada vez más, está llegando al límite del agotamiento irreversible de sus recursos.

Ningún sistema político conocido ha podido desarrollar sus planes y proyectos en verdadero equilibrio con la naturaleza, llámese capitalismo, socialismo, monarquía, comunismo o dictadura. Esto es preocupante ya que, como diría nuestro pueblo, “no hay santo en qué persignarse”.

El famoso Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) de una manera sucinta, resumió hace varias décadas, en cuatro puntos, las vías para que la humanidad pueda sobrevivir a estas grandes amenazas planetarias: 1) Darle prioridad a la producción de alimentos, 2) Reducir drásticamente, forma individual, el consumo de bienes materiales, 3) Propiciar el ciclo de vida de todos bienes para prevenir el derroche, y 4) Luchar tenazmente contra la contaminación en todas sus formas, impulsando la política de conservación de materias primas y fomentando el reciclaje de materiales.  

Con una población de unos 640 millones de personas en Latinoamérica, insertada en los más de 7.770 millones de habitantes de todo el mundo, la demanda de recursos es exponencial en un Planeta que se agota cada vez más. En palabras simples somos más y más en una extensión de territorio global, que no aumenta.

Son muchas las voces que se están levantando para proclamar un nuevo orden económico mundial; como se dijo líneas atrás, esta nueva tendencia no está alineada con alguna corriente política, por lo menos es lo que se está desarrollando en los Países Bajos en donde ya se habla de una economía post-coronavirus, llamada “el modelo de la dona (o la rosquilla)” y que está basada en una teoría de la economista británica Kate Raworth. Este modelo reafirma lo expresado por el Club de Roma o las predicciones del MIT de hace más de 40 años, ya mencionadas. 

Junto con la posición de Raworth, el sueco Johan Rockström ha planteado y actualizado los factores que disparan esta situación de los límites del crecimiento en la Tierra. Dentro de éstos, está la crisis climática, la contaminación ambiental o la pérdida de elementos de la biodiversidad.

Estos autores simplemente plantean que entre las necesidades básicas de los seres humanos y los límites que tiene el Planeta, debe de existir un claro equilibrio o una “zona de confort” de manera que podamos seguir creciendo pero de forma sostenible, balanceada.

La búsqueda de bienestar o de prosperidad no debe de obedecer a un crecimiento exponencial, desenfrenado (maquiavélico, podríamos decir), sino uno que racionalice los deseos individuales y privilegie la estabilidad colectiva: vivienda, salud, trabajo, educación, saneamiento básico, recreación.

No es posible que mientras la gente de alto poder adquisitivo disfruta de jugar golf en campos irrigados con agua dulce extraída de pozos que diezman los mantos acuíferos, miles de personas en África o Latinoamérica tienen que caminar kilómetros con vasijas o garrafas para conseguir este vital recurso. El desequilibrio es notorio y se da en muchos campos más.

Estamos entonces a las puertas de una urgente y casi obligatoria revolución de vida, una que impulse las tecnologías limpias, la biodegradabilidad de los materiales de desecho, el uso del hidrógeno “verde”, el detener el lanzamiento de materiales plásticos al mar, la protección de las áreas silvestres y su diversidad biológica, una mayor eficiencia en el uso del suelo, la agricultura regenerativa, la puesta en marcha de sistemas de transporte público rápidos, seguros y cómodos, todo esto sin descuidar, claro está, a las poblaciones en mayor riesgo social: minusválidos, indígenas, mujeres jefes de hogar, indigentes, drogadictos, niños en abandono y un largo etcétera.

No vamos a dirigir esta responsabilidad a la ONU o a otros organismos internacionales, sino a los diferentes sectores de la sociedad, en un honesto compromiso de luchar contra las desigualdades y la protección del único planeta en nuestro Sistema Solar que alberga vida en muy variadas formas. Tenemos el deber de mejorar nuestro paso por la Tierra.

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