Jacques Sagot, pianista y escritor
Una sola vez pateé una verdadera pelota de fútbol. Durante una gira de conciertos en México visité el Estadio Azteca. Soborné al guarda para que me dejara entrar a la gramilla. Imaginé el colosal anfiteatro atestado de gente, como durante la final del campeonato mundial 1970, que enfrentó a Brasil e Italia por la Copa Jules Rimet. En uno de los marcos, un grupo de jugadores filmaba un anuncio publicitario para lo que podía haber sido una bebida energética como alguna prenda deportiva… Yo qué sé. Me acerqué al portero. Era argentino.
“Vos, che, ¿qué hacés aquí? No tenés cara de futbolista”.
“Porque no lo soy. Siempre conviene tener cara de lo que uno es”.
“¿Y entonces?”
“Pues nada. Soy pianista, amo el fútbol, y jamás había pisado un terreno de juego. Para mí es sobrecogedor, estar en este ámbito avasallante, descomunal… Ustedes están acostumbrados, es su hábitat natural, pero para mí es una experiencia mágica”.
Pues la cosa es que le rogué que me acompañara un momento al otro marco, con uno de los balones que se estaban usando en la filmación. Una tregua en el proceso le permitió secundar mi insólita petición. Fue amable, el cómplice ideal para mi pequeña extravagancia.
“Mirá: yo no voy a volver a entrar en mi vida a un terreno de juego. Y si alguna vez lo hiciese, a buen seguro no sería el Estadio Azteca. Jamás he jugado fútbol de verdad. Vos te vas a parar ahí, en el marco, yo pongo la pelota sobre el punto penal, y voy a cobrar la falta. Imaginaremos que el estadio revienta de gente, que mi equipo pierde 1-0, que estamos en el último minuto, y que la mitad del planeta contiene el aliento viéndome ejecutar la falta. Y vos te vas a dejar meter el gol, ¿de acuerdo?”
“Pues sí, sí, de acuerdo. ¿Pero qué equipos seríamos?”
“No importa. Vos sos argentino, yo costarricense, pero imaginaremos lo que nos plazca. La cosa es que vos vas a dejar que el gol entre: ¡será el único que marque en mi vida!”
“Tranquilo, che, tranquilo, estamos de acuerdo en eso: vos marcás, y el estadio estalla en una ovación que se oye al otro lado del océano”.
“Sí, esa es justamente la idea”.
Puse el balón en el punto penal, con ritual solemnidad, después de hacerlo girar unas cuantas veces entre mis manos. Con demora, saboreando el instante, extrayendo de la vivencia hasta su última molécula de gozo y significación. Retrocedí, me llevé las manos a la cintura. Respiré hondo. Tomé impulso -¡sin paradinha!- y disparé con la cara interna del pie derecho, buscando la base del poste izquierdo (con respecto a mí), como tantas veces había visto a Zico hacerlo. Lo que salió fue un misérrimo, canijo, endeble cachiflín, ahí donde yo esperaba un obús. Pero siquiera conseguí que la bola llegara al marco (¡no es poca cosa!) Mi amigo, en un gesto que le agradeceré hasta el fin de mis días, fingió una espectacular lanzada… Pudo haberlo detenido con la respiración, pero me permitió vivir mi pequeña fantasía. Sí, se lanzó hacia la derecha con todo el aparato y melodramatismo del mundo, arqueando su cuerpo… después de que el esférico había pasado. Una de las fotos del siglo.
Ambos celebramos el gol extáticamente. ¡Ah, amigos, Carlos Alberto, impactando el balón con cien mil megatones de potencia, después de pase egregio de Pelé, para firmar el 4-1 con que Brasil derrotó a Italia en 1970, no podría haber experimentado alegría mayor! Era el mismo marco, el mismo escenario. Al ver que yo me ponía un poco sentimental (no pude evitar una lagrimilla delatora, de esas que nos traicionan cuando más necesitamos de los antifaces), el argentino se acercó a mí:
“No, pues mirá, che, yo entiendo: si yo fuera pianista, esto sería para mí como salir a tocar en el Teatro Colón de Buenos Aires, pero calmate, calmate: ya empataste el partido. A todo esto, ambos equipos se van a tiempos de alargue: ¿quién gana, a fin de cuentas?
“Pues mi equipo, naturalmente. Digamos que en las prórrogas yo marco dos goles más: el primero de chilena, y el segundo de taquito, para un marcador final de 3-1: ¿te parece? Sobra decir que soy declarado Balón de Oro, mejor jugador del mundial, y de inmediato el Real Madrid adquiere mi ficha”.
“Genial che, genial. Ya sos campeón del mundo”.
Aunque, por supuesto, procedimos al intercambio ritual de correos electrónicos y direcciones postales, y cumplí con enviarle algún disco o libro de mi autoría, perdí todo contacto con mi amigo portero. No sé qué es de él. No sé si quizás en algún momento lea este texto. Asumo que no lo volveré a ver. Eso es la vida: trayectorias que se entrecruzan, sueños que se fecundan recíprocamente, un saludo furtivo, un guiño de ojos que dos extraños intercambian, desde sus respectivos vagones, antes de que sus trenes divergentes los separen para siempre.
Es a este hombre, ahora sin rostro y sin nombre, a quien dedico, con gratitud profunda, esta reminiscencia. Porque compartió conmigo su juego. Como chiquillos en una plazoleta pública. Fue generoso, lúdico: el Gigante Egoísta de Wilde, cuando deja de ser egoísta, y permite que los niños entren a jugar en su jardín. Si en algún momento pudiera yo invitarlo al mío -que tocase algunas notas en uno de mis conciertos- me sentiría inmensamente feliz. Lo haría sin la menor vacilación, sí. Entre Beethoven, Chopin y Liszt, abriría un paréntesis -cualquiera que fuese el teatro en que estuviese tocando- para que él no se privase, tampoco, de la experiencia de entrar en ese otro espacio acotado, sacralizado, discontinuo con respecto a todo lo que lo rodea, que es la sala de conciertos.
Tal vez suceda, tal vez, tal vez… Tengo la esperanza de que mi amigo futbolista lea, bajo cualquier latitud donde viva, este texto, y quizás me diga: “Aquí estoy”. Eso es la amistad. Decir: “aquí estoy”. Así de simple… Y de complejo.
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