Visión CR

A un roble caído

Jacques Sagot, pianista y escritor

Solitaria y espectral se recortaba a los lejos la figura de un roble caído, como los escombros de un navío sin velamen, encallado a la vera del camino.  Al aproximarme a aquella ruina colosal, no puede evitar preguntarme qué clase de torbellino o de rayo debía haberse ensañado sobre ella, para destrenzar de tal manera la recia urdimbre de sus raíces de gigante.  Una plétora de insectos, de corolas, de hongos multiformes habitaba su ramaje blanquecino, y el irisado tapiz del musgo invasor cubría cada centímetro de su mustio cadáver.  Los pájaros venían a posarse sobre él, las mariposas bordaban a su alrededor una trémula filigrana multicolor, y las más insólitas floraciones brotaban como fantásticos penachos de su húmeda entraña.  Sí, la vida lo invadía, lo ocupaba lenta pero inexorablemente, reclamándolo para sí, y ensayando en él sus más extravagantes creaciones,  Pensé en el milagro de aquella rama reverdecida retoñando del olmo seco que cantara Machado, donde la vida se abría paso, tenaz e insidiosa, por entre los despojos de la muerte.

La vida engendrada y nutrida por la muerte misma, tal cual la veía en aquel momento pulular en el microcosmos vegetal y animal que sobre mi roble caído se agitaba.  Porque la Naturaleza, madrastra inconmovible, destruye tan pródigamente como crea.  Una vez que nos ha traído a la vida deja de ocuparse de nosotros para darse entera a las simientes, los retoños, las crisálidas, y a todos aquellos seres que pugnan aún por salir a la luz.  Se queda ella con la vida eternamente fresca, eternamente renovada, y nos deja a nosotros la muerte.

Pueda también mi cuerpo vencido reventar algún día en multitud de flores, irrigar la hierba lujuriosa, transformarse en savia, en trinar de aves, en follaje fragante y reverdecido.  Al diablo con la perpetuación de la conciencia individual que tanto atormentaba a Unamuno.  La gota de agua que regresa al océano no quiere seguir siendo gota, no quiere conservar el recuerdo de que alguna vez fue gota.  Quiere antes bien renunciar para siempre a su transitoria identidad como tal, a fin de subsumirse nuevamente en el Todo.  Sí, regresar al océano como los ríos de Jorge Manrique, y pedir a Dios la humildad necesaria para aceptar el olvido y el silencio eternos, para aceptar la disolución de ese Yo exorbitado que alguna vez soñara con la inmortalidad, el annéantissement definitivo de la conciencia individual, en la esperanza de renacer un día en el seno mismo de la mar. 

Segregada como gota para vivir la aventura de la alteridad, la libertad y la individualidad, debe ahora entregarse nuevamente al Todo.  Solo en él podría ser eterna, pero ello al precio de dejar de ser la vanidosa gotita que se hubiera querido perpetua.  Quizás eso es lo que Jesucristo alegorizó, al decir: “Aquel que esté dispuesto a perder su vida por mí se salvará, mas aquel que quiera a toda cosa salvarse, se perderá”.  Llega el momento terrible en la vida, donde el ser humano tiene que aceptar que la eternidad solo es concebible disolviéndose en el océano, y dejando de ser la ínfima unidad que antes era.  Paradójicamente, solo dejando de ser lo que somos podremos ser residentes de la eternidad.  Unamuno decía: “Si hay eternidad, quiero renacer en ella como yo: Miguel de Unamuno, con todo y mis zapatos”.  Es mucho pedir, don Miguel, es mucho pedir…  Usted debería saberlo mejor que nadie.  Usted, el eternamente angustiado, el creyente sin fe, el que decía: “Padre, Padre, apiádate de este pobre ateo”.  Usted, sí, que padeció la muerte mil veces antes de perder la vida.  Para seguir calzando para siempre los zapatos de un señor llamado “Miguel de Unamuno”, va usted a renunciar a una eternidad de vida, en tanto que partícula anónima e indistinta del Todo.  Allá usted, querido amigo, allá usted…

Porque la muerte es, por encima de cualquier otra cosa, una lección suprema de humildad.  Saber que el mundo seguirá riendo, y llorando, y sobre todo SIENDO sin nosotros.  Saber que seremos algún día arrojados de la gran fiesta de la vida, y que esta no se inmutará siquiera con nuestra partida.  Saber que, por más que nos quisiéramos imprescindibles para el equilibrio y la armonía general del cosmos, nunca hubo criatura más superflua que el hombre, suspirando siempre por el Absoluto en un mundo finito, transitorio y contingente.  “…Y yo me iré.  Y se quedarán los pájaros cantando; y se quedará mi huerto, con su verde árbol y su pozo blanco” -plañe Juan Ramón Jiménez en uno de sus más célebres poemas-.

No importa.  De los pájaros será la vida.  De los pájaros, las flores, de aquellas que vengan después de nosotros, aunque no lleven nuestro nombre ni tengan número de pasaporte.  Y esto debería bastarnos.

El momento llega en que cada hombre debe escoger entre Dios y sí mismo, aferrarse a su identidad de gota o regresar al océano.  Renunciar al principium individuationis para fundirse nuevamente con el Todo del que fuera alguna vez extraído.  Es aquí donde el orgullo humano surge como un escollo verdaderamente temible.  ¡Si tan solo pudiéramos emular la dócil sumisión a las reglas del juego de aquel roble caído, otrora altivo y soberano, que ahora aceptaba humilde, casi agradecidamente, convertirse en savia de nuevas florescencias, en morada de pájaros trashumantes e irisados insectos, en alimento de la hiedra y el musgo pertinaz!  Ofrendándose generosamente para la manducación y proliferación de otras especies.  Aceptando esa carrera de relevos que es la vida.  Sin aspavientos, sin mesadura de cabellos ni rasgado de vestiduras, sin melodramatismo, sin platillazos y tuttis sinfónicos al caer el último telón de la ópera.  Nada de eso, nada de eso…  Como decía Alfred de Vigny en su bello poema “La muerte del lobo”, “solo el silencio es grande, todo lo demás es debilidad”.  Si el cristal de sal quiere pervivir, deberá disolverse en el agua del océano: no será ya cristal, sino mera salinidad… pero seguirá viviendo en tanto que tal.  Vuelvo a una parábola crística: el grano debe morir.  Solo así será capaz de engendrar una vida que lo transmuta y lo trasciende.  ¿El grano que no muere?  De ese no sale nada, y él tampoco se salva de la aniquilación de su semilla avara.  Por miedo, por vanidad o por mera cicatería termina muriendo dos veces.

Es mucho lo que el hombre puede aún aprender de la Naturaleza.  Aprender por ejemplo, a vivir y a morir, que son, en el fondo, la misma y única cosa. 

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