Visión CR

Un rincón lleno de dolor

Jacques Sagot, pianista y escritor

Nada, nada, nada en el mundo me inspira más respeto que el dolor humano. En el mundo solo se salvarán aquellos que saben llorar, que se autorizan a sí mismos el llanto, que lo cultivan como a una de las bellas artes.

Todos sabemos reír; es un gesto celebrado por la sociedad. Muy pocos saben llorar; es un gesto que la sociedad inhibe, sanciona, por poco condena. Debemos ocultarnos para hacerlo. Es impúdico, una evidencia de debilidad, y quizás también un memento mori, algo así como el frater, morir habemus con que se saludaban los monjes cartujos. Porque, en el fondo de los fondos, todo hombre llora por la muerte. La muerte es el océano al cual van a dar los afluentes del llanto.

Hay, detrás de la sede de la Unesco, en la calle Miollis, París, una pequeña iglesia de estilo gótico depurado (dépouillé), simple, gris, con apenas dos gárgolas, las ventanas y bóvedas de crucería apuntaladas y la más sencilla de las estructuras.

Una iglesita modesta, casi escondida, como si fuese consciente de su humilde factura, y no quisiese ser vista al lado de Notre-Dame, Saint-Sulpice, Saint-Eustache y Saint-Séverin, enormes y casi monstruosas quimeras de piedra. Se llama iglesia de Santa Rita de Casia, monja agustiniana de la primera mitad del siglo XV, reconocida por sus milagros y una llaga en la frente que sangraba.

Un día cualquiera, mientras oraba ante la imagen del Altísimo, una espina de la corona de Cristo se habría desprendido para herir su carne. Fue canonizada por el papa León XIII, el 24 de mayo de 1900. Su cuerpo incorrupto yace en un santuario de cristal, en la basílica de Casia, en Perugia, pueblo perdido en las remotas montañas de Umbría, cerca de Lazio.

Pues esta iglesita acogía a los devotos de santa Rita de Casia, patrona de las causas imposibles. ¡Las causas imposibles: imaginen ustedes el jaez de feligreses que solía atraer! Cientos de veces visité la iglesia, durante los servicios, pero sobre todo en las tardes, al salir del trabajo, cuando todo mi ser anhelaba un rincón fresco, silente, apacible, para darle descanso a mis viejos huesos y algo de paz a mi corazón. Las misas eran desconcertantes, y no puedo decir que haya derivado de ellas mayor confortación. Utilizaban los ritos litúrgicos establecidos por el papa Pío V durante el siglo XV: los sacerdotes se expresaban únicamente en latín y, salvo por la homilía, daban constantemente la espalda a la feligresía. Bueno, siquiera aproveché la ocasión para aprender un poquito de latín.

Me conmovía profundamente que, siguiendo el ejemplo de Francisco de Asís, un día al año procedían a la bendición de animales. Entonces la iglesia se transformaba en un zoológico ad hoc, con la presencia en el templo de caballos, asnos, gallinas, iguanas, perros, gatos, conejos, marmotas, serpientes, avecillas, batracios… Todo ello en pleno corazón de París. Yo sonreía: los animalitos de Dios merecen ser bendecidos mil veces más que los seres humanos: ¿No es cierto, Platero?

Luego, de los pies de una efigie de santa Rita de Casia, colgaba una profusa y caótica guirnalda, un panal, un torrente de papelitos de todos colores y texturas, pegados unos a otros con alfileres, donde cualquiera podía leer, sin cometer infidencia alguna, las causas imposibles que los devotos dirigían a la santa. Examinar este documento vivo y sangrante era como hundir la cabeza en el insondable pozo del dolor humano. ¡Ah, amigos y amigas, cuán variopinto y multiforme es el sufrimiento del mundo!

“Concédeme un milagro de sanación: soy una mujer de cuarenta y dos años de edad, con hijos pequeños, que aún tengo que criar, y me vienen de detectar un tumor canceroso inoperable en el páncreas y el hígado.  Me han dado tres meses de vida”.

“Te imploro, Virgencita, que me depares un compañero de vida. Todo lo que pido es que sea leal y honesto. Soy una mujer de cincuenta y cuatro años, y tengo un miedo terrible de envejecer y morir sola”.

“Mi hijo padece de espina bífida. Yo no puedo trabajar en Francia porque no tengo papeles. Veo a mi hijo arrastrarse por el suelo, y lo único que me conforta es la fe. Tú puedes darme opciones para seguir adelante”.

“Tú, especialista de las causas imposibles, mi amada santa Rita, devuélveles la salud a mis padres, ambos víctimas del alzhéimer en fase terminal… Todo lo pongo en tus benditas manos, dotadas del poder de sanación”.

“No tengo trabajo, no tengo techo, no tengo comida, no tengo amor y casi no tengo ropa. Las drogas y el alcohol devastaron mi vida. Fui débil, y pequé destruyendo el más preciado de mis instrumentos: mi propio cuerpo, pero sé que una palabra tuya bastará para salvarme”.

“Mi hija huyó de mi casa, donde su padre abusaba sexualmente de ella. Yo siempre lo supe, pero tuve miedo de enfrentármele. Es un hombre muy violento, ha estado varias veces en la cárcel. Mi hija se hizo prostituta y contrajo el virus del Sida. Ayúdame, santa Rita, a sobrellevar esta doble cruz y dale a mi hija la luz necesaria para que se aleje de ese mundo podrido y siniestro”.

“Soy ciudadano argelino. Trabajo en Francia porque en mi país hay un veinte por ciento de desempleo. Hoy me he enterado de que mi mujer me traiciona con varios hombres, y ha hecho los arreglos judiciales para quedarse con nuestras dos hijas. Me siento desesperado y lleno de miedo y rabia.  Mi familia es todo para mí”.

Llené cuadernos anotando el contenido de las peticiones que la gente le dirigía a santa Rita. Todas ellas constituían una antología universal del dolor. Algunas estaban adornadas con estampas devocionales y otras, escritas por niños, llevaban incluso ilustraciones naïves pero elocuentes. La mala ortografía de la mayoría me revelaba la sencillez y limitada educación de sus autores. No las copiaba con la intención de coleccionarlas: tal cosa habría sido perversa. Mi deseo era elaborar con ellas una especie de cartografía, de mapamundi del dolor humano: sus negras simas, sus inescrutables océanos, sus infranqueables cadenas montañosas, sus pantanos y ciénagas, sus infinitas estepas y desiertos sin fin.

¿Creo yo en santa Rita? No lo sé. Supongo que una parte mía cree y la otra descree.   A veces me sucede que no creo en Dios durante un día entero, salvo por un minuto.  Y me he dado cuenta de que ese minuto es, invariablemente, el más hermoso y confortador de la jornada, quizás el único instante de sublimidad del día.  Pero eso es irrelevante. Lo importante es que todos aquellos seres humanos, Sísifos vencidos por el peso de sus piedras, creen y creen con profunda convicción. Y eso es sagrado. Debe movernos al silencio y la prosternación. Tal vez lo único sagrado aquí sea el dolor humano, y es ante los supliciados de este mundo que debemos ponernos de hinojos. Tal vez esta sea la única forma de la sacralidad que mi mente estrecha es capaz de aceptar. La sacralidad inmanente e inherente a la criatura humana. El tácito mandato de respeto y solidaridad que nos impone, y que sería ruin desoír.

Nietzsche decía: “No conviene privar al hombre mediocre de la mentira, pues sin ella no sabría vivir”. Pero estos seres clamando en el populoso desierto de París no son mediocres. Para mí son excelsos en su martirio, gloriosos y heroicos en sus penas, auténticos virtuosos del dolor. Almas bellas, esculpidas a brutales golpes de cincel por el destino. ¿Qué ganamos privándolos de su fe cuando es lo único que tienen? ¿Qué de bueno tiene desevangelizarlos, desvirgarlos espiritualmente? ¿Qué vamos a darles para que llenen la desesperada intemperie metafísica, la vacuidad, la orfandad a la que quedarían librados?

Y de toda suerte, ¿qué tal si soy yo el ciego, el sordo, el ignorante y el mediocre que, embebido en la poquilla ciencia que conoce, es incapaz de creer? Hemos de admitir que quizás santa Rita existe, y en efecto intercede a favor de las causas imposibles: el ignorante, el ingenuo, el analfabeto espiritual podría ser yo. Afecto de “esa segunda inocencia en la que nos da por negarlo todo” (Machado).

Creo profundamente en el ser humano.  Y por consiguiente, debo también creer en aquellas cosas en las que cree el ser humano.  Porque no somos una horda de animalitos caracterizados por su imbecilidad, su ceguera espiritual, su incapacidad para la fe, su miopía religiosa, su espíritu de negación, su incredulidad endémica e irremediable.  Antes bien, siento que estamos hechos para la fe, que la fe es una sensibilidad natural en el ser humano: podemos o no cultivarla, pero es parte innegable de nuestro arsenal psíquico para enfrentar al mundo.  Veo esa guirnalda de peticiones colgando de los pies de Santa Rita, brotadas desde las cámaras magmáticas donde hierve el dolor de tantos hermanos y hermanas, y no quisiera otra cosa que sentarme en las bancas de la iglesia, hundir mi rostro entre mis manos, y llorar.  Llorar con ellos y ellas.  La nave se llenaba de sollozos y sofocados lamentos tan pronto terminaba la liturgia y en las calles se iban encendiendo las farolas, pequeños soles contra el inmenso e inescrutable sudario de la noche. Sí, lloré por ellos, lloré por mí, lloré con ellos, y lloré conmigo mismo.  Sentí que si no lo hacía moriría ahí mismo, reventaría de dolor.

No sé si creo en Dios.  Pero pienso que tantísimo sufrimiento no puede ser desoído, no puede ir a perderse en la vertiginosa noche del cosmos, sin eco, sin reverberación o respuesta alguna.  No puede ser, simplemente no puede ser.  Como dice Schiller en la “Oda a la Alegría”: “Arrodillaos, millones de seres: más allá de la bóveda celeste habita un Padre amado”.  Sí, sí, me arrodillo, me arrodillo.  Y oro, y escruto el silencio de la noche, y transido de dolor espero, espero en silencio…

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