Visión CR

Los viejos

Jacques Sagot, pianista y escritor

¿En qué piensan los viejos cuando se quedan en silencio, hieráticos como ídolos antiguos, y el alma pareciera habérseles volado?  ¿Qué mundos vislumbran cuando sus miradas se pierden en lontananza, y las cortezas resecas de sus labios farfullan sin cesar palabras arcanas e incomprensibles?  Nunca tenemos tiempo para ellos.  Nunca nos detenemos a escuchar sus disparates, sus ideas fijas, su estéril rumia del pasado.  Después de todo, ¿por qué habríamos de hacerlo?  Nosotros solo nos ocupamos de asuntos de la mayor trascendencia.  Ellos, en cambio, con esa jerigonza siempre inoportuna, latosa, anodina…  Y nos privamos de la paz de sus ojos insondables, donde el fuego de otrora se ha convertido en luz purísima.  Son miradas que ya no incendian… pero iluminan.  Lo admito: en algún momento de mi vida me pareció que la fogosidad era fascinante y excitante en grado sumo… hoy en día prefiero la diafanidad de la lumbre limpia.

Durante esas tibias tardes de otoño en que los achaques les conceden una piadosa tregua, los veo sentarse solitarios en las bancas de los parques, inescrutables, avergonzados casi de existir, sabedores de que el mundo no quiere tener nada que ver con ellos, conscientes de que la sociedad los ha desterrado para siempre de la gran fiesta de la vida.  Náufragos eternos de la comunicación, marionetas destartaladas, la brisa de la tarde levanta tempestades en la bruma de sus cabellos, y amenaza a cada momento con derribarlos, tal la hoja seca que el árbol libra al capricho del viento volandero. 

Sus rostros son como moradas donde la luz va extinguiéndose, ventana tras ventana, hasta quedar sumidas en la profunda oscuridad de la alta noche.  Rostros que son mapas de la tristeza, vejados por el tiempo y consumidos por el dolor.  A la vejez nadie llega si no es tras haber sobrevivido cataclismos vitales devastadores.  Si la soledad del joven cuenta al menos con la promesa de esa vasta, inexplorada comarca llamada futuro, la soledad del viejo está en cambio poblada únicamente por fantasmas, por seres presentes – ausentes, y por recuerdos desdibujados en la neblina de la reminiscencia.  El pasado es su patria espiritual, su esencia misma.  Aun su presente es pasado, y su mañana, tenue como la sombra, se deshilacha día con día, a medida que el ayer va en sus almas adquiriendo la densidad de las piedras.  Son ya casi total preterición.  Su futuro es una mera hipótesis, una apuesta que corren enormes posibilidades de perder.  El ayer sigue llenando sus arcas, hondas como el pozo de Demócrito, con la casi extinta savia de sus vidas.  Es un monstruo insaciable e infernal, que con su trompa de insecto va sorbiendo sus días.

Las grandes civilizaciones de la Antigüedad supieron rendir culto a los ancianos, otorgándoles un rol tutelar y oracular, en el seno de una comunidad atenta siempre a su palabra y a su juicio.  Pero esta sociedad nuestra, que ha convertido al niño en reyezuelo despótico, y ha glorificado a la juventud al punto de la efebofilia, esta sociedad ha estimado piadoso ignorarlos y prescindir olímpicamente de su preciosa experiencia vital.  La devoción por el anciano es el producto de un delicado equilibrio vital entre acción y contemplación, impulso y reflexión.  Nuestra sociedad, ¡ay!, reclama la acción -ciega, motórica, siderúrgica y descerebrada- y no ve en la contemplación otra cosa que una manifestación reprensible del ocio.

La experiencia vital, los recuerdos, la sabiduría de un anciano valen más que la biblioteca de Alejandría.  Son testigos de un segmento histórico que los jóvenes no vivieron: ese mero hecho los hace atesorables.  Cada vez que muere un anciano, es como si una inmensurable biblioteca ardiese, y se perdiese con su acervo incalculable de vida digerida, meditada, ponderada.

Triste sino, el de los ancianos.  El haber atravesado el océano de los años para alcanzar los remotos litorales de la vejez no los hacen más dignos de nuestra admiración, sino que los convierten, antes bien, en trasnochados sobrevivientes de una era irrevocablemente sepulta.  Y un día cualquiera  nos dejan para siempre, y en nuestra infinita ceguera no atinamos a sentir más que un vago remordimiento, sin sospechar siquiera la tragedia existencial que su muerte entraña para nosotros.  Porque al perderlos perdemos a los únicos depositarios, a los fieles custodios de una parte nuestra que muere con ellos.  El secreto de nuestras primeras sonrisas, de nuestras primeras lágrimas e ilusiones solo ellos lo tenían, y con su muerte se hunde en el silencio una dimensión de nuestras vidas a la que ni siquiera nosotros teníamos acceso.

Marginados, abandonados, desoídos, no tomados en serio por nadie.  Vestigios de arcaicos naufragios que vienen a escorar a la playa, galeones antiguos, velámenes rotos, maderámenes roídos por la carcoma, mástiles partidos, camarotes y timones dispersos por mil tempestades…  Los ancianos son para los jóvenes un memento mori, un recordatorio de muerte: es por eso que los evitan.  La vida pletórica de sangre y hormonas no quiere tener nada que ver con ellos.

Si, es cruel la juventud, pero más que ello, es estúpida y aun patética.  Bien le convendría seguir el consejo de Machado: “¿Ya se oyen palabras viejas?  ¡Pues aguzad las orejas!”  No por piedad, sino por nuestro propio beneficio deberíamos con frecuencia asomarnos a esa fascinante constelación de mundos insospechados que gravitan en el alma del anciano.  Hacerlo ahora mismo, antes de que tengamos que contentarnos con evocar apenas sus palabras, sus miradas, sus irrecuperables sonrisas irradiando a través del tiempo, como la errante luz de las estrellas extintas.

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