Visión CR

Hablar con Dios

Jacques Sagot, pianista y escritor

El piano, negro Pegaso sin bridas ni montura, resplandece en el centro del escenario a la espera de su jinete.  El pianista, con los nervios anudados en el estómago y las manos trémulas, observa a su público a través de los resquicios de la concha acústica.  Los atisbadores se habían convertido de pronto en atisbados.  Sí, por un instante no más los papeles se habían invertido y, apostado entre las bambalinas, el pianista podría gozar del perverso placer de espiar a su audiencia y reírse en secreto de sus verdugos. 

Con mirada implorante de náufrago, el músico busca entre la muchedumbre anónima la confortación de los rostros amigos, y no alcanza a ver más que caras severas y cejijuntas.  Las más insólitas imágenes desfilan por su mente.  El piano se había transformado súbitamente en un reluciente toro de ébano, y él en el matador que la multitud vitorea.  Por espacio de una hora tendría que burlar las fieras arremetidas de la bestia, ante una turba que jamás le perdonaría el caer doblegado.

Demasiado bien sabía él que en aquella profesión no había gracia para con los vencidos.  Ave, César, morituri te salutant! Pero he aquí que el monstruoso minotauro se ha transformado en una bellísima mujer lúbrica, perfumada para una larga noche de amor.  Hasta su honda soledad, llega al pianista el endemoniado y delicioso aroma de sus pechos.  Y es que no se puede tocar el piano sin esa extraña mezcla de ternura y vigor, de dulzura y reciedumbre que también constituyen la sal y la pimienta de cualquier faena amatoria.  La música es mujer: solo se entrega a quien se le ofrenda incondicionalmente, y sabe ser exigente a la vez que agradecida en materia de destreza amorosa.  “Esto de tocar en público tiene algo francamente impúdico” –pensó el pianista-.  “Salir a escena a transpirar, gemir, acariciar, golpear y abrirse las venas para el mórbido regocijo de una multitud más propia de los circos romanos que de una sala de conciertos”.

La cuenta regresiva del jefe de escena le arrancó brutalmente a toda suerte de ensoñaciones, ya fueran épicas o líricas, y el pianista se vio enfrentado por fin con el hecho de que en cuestión se segundos tendría que salir a caminar sobre la cuerda floja, ejecutando triples saltos mortales con los ojos vendados, sin red de protección, y sin derecho a romperse la crisma.

Aquel piano era una prolongación de su cuerpo.  La mejor parte de él.  La única sana y poderosa.  En cierto modo, su sola persona, desprovista del piano, era un adefesio, un aborto, una criatura incompleta y atrozmente frágil.  Pero por otra parte, soñar con Chopin, musitar palabras de amor con Schumann, desatar tempestades con Liszt, proclamar la gloria de la piel y los sentidos con Debussy, transirse de dolor con Rajmáninov, estallar como el Krakatoa con Prokofiev…  ¡Tal violento y directo naturalismo de las emociones, tal desnudez del alma, tal mostración del mundo interior, tal pasarela de pasiones extremosas e indecibles!  ¿No era aquel ritual, después de todo, una suerte de pornografía del alma, de profanatorio exhibicionismo del sanctansanctórum, del silente sagrario de su corazón?  ¿Sustituir el dulce resplandor de los cirios, la oscilante sombra de los pabilos, el dorado fervor del incensario, el ostensorio y los cálices, por la brutal luz de quirófano que el luminotécnico dispararía contra él, tan pronto estuviese solo en el escenario? 

Siempre quiso ser un fraile: no más que eso.  Un devoto y humilde frailecillo capaz de susurrar al oído de Dios una que otra palabra entrañable.  Siempre anheló la intimidad, pero su oficio lo condenaba a encarnar un papel completamente ajeno a su sensibilidad: un farandulero galancete de matiné.  Un fraile, sí, un asceta, un orante, un eremita.   Dios sabe que tal era la vocación profundísima de su alma.  Y en lugar de eso helo aquí ahora, convertido en jinete, matador, Teseo, acróbata y espadachín del sexo incendiario…  No, no, no… algo andaba muy mal, en aquella incoherente implosión de registros imaginarios no se podría más inconexos…

El instante de salir a escena es un instante supremo.  El pianista está ahí tan solo como en el momento de su muerte.  Su soledad, su aislamiento, simbolizados por la isla lumínica que el reflector cenital recorta sobre su figura alcanzan lo aterrador.  Visto por todos sin poder él ver a nadie.  Incapaz de devolver la mirada a aquella masa expectante, y equilibrar un poco las fuerzas antagónicas.  Cierto que al recrear y compartir las emociones que en la música dormitan el pianista tiende un puente virtual con su público, pero tal prodigio -que es el fin último de todo recital- a veces se logra… y a veces no.  Un pontífice (etimológicamente, un constructor de puentes): tal era su verdadera profesión.

Acontece de manera diferente con los demás instrumentistas, que por lo general hacen música acompañados o disueltos en el océano sonoro de una orquesta sinfónica.  Pero el pianista… el pianista es, junto con el compositor, el gran solitario, el eterno anacoreta de la variopinta fauna musical.  Por eso es como es: egoísta, individualista a ultranza, carente de gracias sociales y secretamente  misantrópico.  Las interminables horas de práctica en el aislamiento y hermetismo de los cubículos le han tornado así.

Las luces empezaron a bajar de intensidad y sobre la sala cayó de pronto un silencio hecho de alientos suspendidos, de crispante expectación.  Algunos miembros de la audiencia se apresuraron a aclarar sus gargantas con un postrer carraspeo o acceso de tos extinto con premura.  Después, todo quedó reducido a un silencio como el que debía reinar en el cosmos antes del big bang.  Todas las argucias sicológicas, todo el edificio racional madurado por espacio de meses con el fin de conjurar el previsible asalto de los nervios cedían ahora como un dique de castores ante el embate de un tsunami.  Cierto: tan pronto pusiese las manos sobre el teclado su ser fracturado y valetudinario se completaría con el piano, que le devolvería su nativa fortaleza.  Pero para eso había que salir a escena, caminar cinco metros y prodigarse en reverencias ante una audiencia que igual podría estar constituida por seres llenos de amor y sed de belleza, como por caníbales Korowai, salidos de las selvas de la Nueva Guinea profunda.  Una segregación masiva de adrenalina había bastado para echarlo todo por tierra, y es que, ¿cómo controlar al corazón, esa víscera insubordinada que abandona cuando le place su habitual Moderato para desbocarse en un Prestissimo e marcatissimo possibile?

Con una irónica reverencia, el jefe de escena abrió la portezuela que conduce al proscenio e invitó al pianista a pasar adelante.  No entendía su predicamento: la música es sagrada, la belleza es sagrada, el piano es sagrado… pero todo aquel entorno, toda aquella parafernalia era profana, espectacularista, casi vulgar.  El aplauso mismo, unas cosquillitas para el ego (indisciplinada criaturilla que chilla siempre por obtener sus golosinas), gratificante como es, no deja de tener algo sucio.  Sucio, sí, e impuro.  Siempre había fantaseado con la idea de tocar algún día una música tan bella, tan íntima y fervorosa, que dejara sumida a la audiencia en el silencio y el sobrecogimiento místico.  Entonces él se levantaría de su banqueta lentamente, y procedería a abandonar el recinto, como un sacerdote después de oficiar su liturgia.  “Ite missa est.  Deo gratias”.  Nunca sucedería, nunca, nunca.  ¿A quién se le ocurriría aplaudir ante una aurora boreal, una luna llena o un arcoíris?  Solo el recogimiento y la unción eran procedentes en tales casos.

El pianista empuñó todo su talento, se llenó de magnificencia y salió al encuentro de su público.  Todo concierto tiene algo de descenso órfico al Hades.  Una saga en la que el músico debe domeñar con el poder de su arte las temibles furias que le vedan el paso hacia su amada Eurídice: el milagro de la vivencia estética compartida, la comunión de las almas en la belleza.  Los fantasmas que vigilan a la princesa constituyen legión: ansiedad, temor a la crítica, insuficiencia técnica, fallas de memoria, indiferencia del público… y para poder conjurar ese enjambre de demonios el pianista debe, además de su sensibilidad privilegiada -que en cierto modo conspira contra él-, movilizar sus más hondos filones de coraje, sus vetas profundas de valor y entereza, generar el temple emocional de un gladiador.

Hay altos y bajos, agonías y éxtasis, golpes que se aciertan y golpes que se encajan, y entretanto el auditorio ignora por completo la sorda batalla que se libra en el alma del artista, los dolores de parto que el alumbramiento de la belleza ocasiona.  Porque el público ha venido por la rosa, y no le interesa saber nada más.  Por la rosa ha venido, y el que haya sido quizás teñida con la sangre de un ruiseñor -como en el cuento de Oscar Wilde-, es cosa que le tiene perfectamente sin cuidado.  Salió de su casa -quizás bajo la lluvia y en medio de un tremendo embotellamiento vial- y pagó su tiquete para reclamar su rosa.  No quiere saber cuál fue el pretium doloris de su floral presea.  Eso se lo guarda para sí el pianista, y por principio no lo comparte con nadie.

El recital ha terminado, y la fragorosa ovación que estalla con los acordes finales demuestran que las furias fueron subyugadas y Eurídice sin duda rescatada.  El pianista recibe ahora agradecido los vítores que su público le prodiga.  El aplauso: bello y reconfortante como una cálida garúa de estío.  La mejor, la verdadera, la única recompensa que este oficio de locos depara a sus abnegados acólitos.  Algunos espíritus miopes supondrán por supuesto que el éxtasis de la ovación solo podría proceder del narcisismo de egos hipertróficos, pero la verdad es que se trata exactamente de lo opuesto.  Si el egotismo consiste en una magnificación delirante del yo, la experiencia del aplauso tiende por el contrario a su dilución.  El alma del artista se funde con la de sus oyentes.  El alma… ¡y también el cuerpo!  La música no es, como sostenía Proust, un ars sine materia.  Invisible y fantasmal cual es, consiste en un diluvio de ondas sonoras con frecuencias determinadas que corren sobre la superficie de propagación del aire, que tocan personalmente a cada oyente, que lo acarician, que descienden hasta el fondo de sus pulmones con cada inhalación, que lo atraviesan y trascienden, para sumergir al teatro entero en una especie de descomunal bolsa amniótica, donde todos flotamos en estado de suspensa beatitud.  La música es mucho más material de lo que la gente suele creer.  Inficiona las entrañas de los oyentes, recorre sus cuerpos, resbala sobre sus pieles, les hace el amor y los intoxica con su divino nepente.  Es una marejada de amor y oxitocina que se dispersa a lomos del espacio, asumiendo la forma de vibraciones incorpóreas, en el límite del no ser.  Es invasiva, la música, ya lo creo que sí.  A un punto que frisa con la promiscuidad.

El principium individuationis de los miembros de la audiencia se ha derretido durante una hora, y todos hemos muerto momentáneamente, hemos olvidado el pesado anclaje de nuestra identidad, para vibrar al unísono, como un solo enorme y resonante cuerpo.  La conciencia de la “separatidad existencial” (Fromm) ha sido acallada, rota en virtud del poder dionisíaco de la música.  Solo el arte, la fe y el amor son capaces de operar tal milagro, aunque el sortilegio, ¡ay!, dure tan poco.  No podemos esperar ni exigir más.  Después de todo, no es sino por espacio de algunos supremos e inexplicables instantes que nos es concedido, en vida, hablar con Dios.

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