Jacques Sagot, pianista y escritor
Hay dos posibilidades de reacción ante la palabra desconocida. La primera consiste en asumirla automáticamente como agresión: ¿con qué derecho se atreve este señor a infligirme un vocablo cuyo significado desconozco? Tal postura es primaria, visceral, defensiva, paranoide y rupestre. Procede del fondo atávico de nuestros complejos de minusvalía e inferioridad.
Este rechazo se alimenta de un recelo fundamental: la palabra es percibida como instrumento de sojuzgamiento. Quien habla “en código” protege un poder, utiliza un lenguaje que me excluye del discurso, actúa como custodio de un saber oculto, desnuda y expone mi ignorancia y me deja ad portas de su jerga impenetrable. No es una suspicacia del todo infundada: la palabra ha sido, en efecto, el primer dispositivo de preservación del poder en toda forma de esoterismo y hermetismo de que la historia guarda memoria (la moderna expresión de este “ocultismo” lingüístico la representa la jerigonza científica del especialista).
La otra reacción posible es la curiosidad. Esta acoge la palabra desconocida como una oportunidad para ensanchar el horizonte del pensamiento. Es la misma actitud que celebra toda forma de resistencia (la de las teclas del piano o la que ofrece el agua ante nuestras brazadas), como lo que es: una oportunidad abierta para tonificar un músculo distrófico, para desarrollar algo que estaba, en esencia, entumecido. Toda resistencia nos invita a crecer. La palabra desconocida ofrece resistencia. Ante ella podemos optar por crecer, o bien acogernos a una vitalicia condición de pigmeismo intelectual. La sed de conocimiento (la libido sciendi, de Pascal) solo es posible desde una región del alma caracterizada por su limpidez: todo complejo o recelo obtura la visión y nos mueve a adoptar una actitud refractaria y defensiva. Así no se puede aprender nada. El cerebro cancela su función conativa, apaga sus circuitos, y se declara en huelga.
La reacción de curiosidad es hermana de esa capacidad para maravillarse, de ese pasmo ante la fascinante complejidad del universo que desde siempre nos ha movido a filosofar. Es el émerveillement que precede y posibilita toda gran indagación. Metafísica, mitología, ciencia, arte y poesía serían inconcebibles sin esta básica disposición del espíritu. Si la primera reacción del ser humano ante el misterio de la naturaleza hubiera sido: “¿por qué me “habla en difícil” y “con palabras de domingo” esta señora?”, y si la hubiésemos mandado al diablo por utilizar un lenguaje “cifrado”, “inaccesible” o “elitista”, seguiríamos aún colgando de los árboles, profiriendo inarticulados gimoteos (y aún así habría monos que acusarían a otros de “elitistas” porque sus chillidos serían quizás más “sofisticados” que los de la mayoría).
Por fortuna, no lo hicimos. Quisimos indagar, entender, en suma: aprender. Y es así como se generó, estrato tras estrato, el gran sedimento de la cultura. Toda palabra nueva está ahí para ser atesorada. ¡Las palabras se coleccionan, se estrenan, se celebran! No solo es una palabra lo que adquirimos al consultar un diccionario, es un concepto inédito, una provincia inexplorada de la realidad, una nueva categoría del Ser que se abre para nosotros.
La sinonimia no es más que una ficción semántica. No existen dos palabras que evoquen y sugieran exactamente lo mismo: cada vocablo tiene matices y asociaciones connotativas y denotativas diferentes. Y es que, en el fondo, designan realidades distintas. Por eso es que la riqueza léxica va de la mano de la riqueza conceptual. Por eso es también que el universo se encoge y agosta con la indigencia verbal. En inglés, por ejemplo, las palabras cemetery y graveyard pasan por sinónimas. Pero mientras que la primera se limita a designar un montón de cemento, la segunda nos ofrece la imagen de un jardín de tumbas: ¡la antinomia más bella jamás creada, la vida que florece en medio de los predios de la muerte!
No le temamos a la palabra desconocida. Ella quiere seducirnos, y de paso ser también seducida. Sonriámosle, y ella hará otro tanto con nosotros. Todo en ella es hospitalario, todo nos invita a pasar adelante. La relación del ser humano con el lenguaje es, de manera fundamentalísima, erótica y lúdica.
¿Quién es el que pierde haciéndose el rogado? ¿Acusaríamos al firmamento de ostentoso y arrogante cada vez que nos regala una estrella fugaz, un cometa, un arcoíris o una aurora boreal? ¿Lo censuraríamos por “críptico”, por “difícil”, por “ostentoso”, por “engreído”? Cada nueva palabra es como una estrella fugaz en el espacio sideral del texto, y solicita de nosotros el mismo entusiasmo.
Recibámosla pues con conmoción, dejemos que sea ella quien nos tome la mano y nos lleve a jugar en su mágico jardín. No la desdeñemos, que cada una de estas singulares criaturas es, literalmente, capaz de cambiarnos la vida.
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