Visión CR

Lluvia sobre París

Jacques Sagot, pianista y escritor

París con lluvia.  Mezclada al humo blanquecino de las azoteas, repiqueteando sobre los cristales empañados, esfumando cúpulas y desgastando monumentos.  Lluvia sobre la ciudad y sobre los corazones, al decir de Verlaine.  Nubes bajas, grumosas, opresivas.  Contemplo el mundo a través del agujero que mi mano ha trazado sobre el vaho de la ventana, y cuya circularidad me empeño en seguir perfeccionando perezosa, casi maniáticamente.

Atisbador melancólico del gran avatar humano, pienso de pronto en La ventana indiscreta, de Alfred Hitchcock, apoteosis del voyeurisme en su forma más explícita y desvergonzada.  Claro que yo disto mucho de ser James Stewart, y durante décadas ya he carecido de una Grace Kelly que me despierte con un beso en cámara lenta precedido por su divina sombra que bendice mi cuerpo.  Pero sí comparto con el personaje el dudoso atributo de la renquera, y de los ocasionales confinamientos a la silla de ruedas.  Por lo que a la vertiginosa belleza de Grace Kelly atañe… pues digamos que me doy por satisfecho con saber que siquiera un hombre en el mundo -el príncipe Rainiero de Mónaco- visitó las oscuras ensenadas y las nevadas cimas de su cuerpo infinito.

Atisbar sin ser visto… ¡exquisito y perverso pasatiempo!  Y sin embargo, asomarse a una ventana implica siempre asumir el rol del espectador más bien que actor en la desmelenada tragicomedia de la vida.  Quizás por eso los atisbadores -piénsense por ejemplo en El Espectador de Ortega y Gasset- son siempre personajes un tanto taciturnos.  Hay en ellos algo del niño solitario que ve jugar a sus amigos desde el umbral de su casa, y que no puede sumarse a sus travesuras y correrías.  No importa.  Lidiaré con la tristeza a mi manera: la acariciaré, la oleré, la besaré, le haré el amor.  ¡Y pensar que hay insensatos que se la sacuden de encima como si fuese una alimaña!  Después de todo, la tristeza es mujer, y podría tomar muy a mal nuestro rechazo.  Perderla a ella significaría perder a la amiga más fiel, más leal, devota e incondicional que he tenido y tendré, en esta y en siete vidas consecutivas.  Ella eligió mi corazón para residir en él: ¿cómo no sentirse halagado y conmovido por semejante gesto?

El indefinible malaise del París ocre y gris arrebujado en la niebla, el spleen baudelaireano que se cierne sobre la ciudad como una emanación deletérea.  Llora la ciudad, lloran los campanarios, lloran las chimeneas, lloran los álamos que montan guardia al lado del Sena… todo París se deshace en llanto.  Es mi llanto: la ciudad llora por mí, le da voz a mi alma: ¿cómo no habría de amarla?

Hay días en que la soledad pareciera adquirir la densidad física de los fluidos: se siente, se palpa, se respira en torno nuestro.  Estoy convencido de que cenar solo, por ejemplo, disminuye sensiblemente la virtud nutricia de los alimentos.  Porque a fe mía que se puede estar solo en medio de la ciudad más populosa del mundo, de la misma manera en que se puede estar acompañado en una isla desierta o una celda monacal.  Más vale deponer las armas y dejarse ganar dócilmente por la melancolía,  Entregar cada reducto, cada fortaleza, cada provincia sin ofrecer resistencia.  Abandonarse de una vez por todas a su delicioso arrullo.  ¡Es tan bella, la palabra “melancolía!  ¡Rima con “melodía”, “epifanía”, “armonía”, “sinfonía”, “homilía”, “Andalucía”!  Todo lo embellece, la melancolía, aunque pese en el alma, aunque su agridulce abrazo sea ambiguo, anfibológico, aunque consista en una paradójica delectación en la tristeza.

Sigue entretanto lloviendo, y pienso -¿cómo no habría de hacerlo?- en Vallejo: “Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo.  Me moriré en París -y no me corro- tal vez un jueves, como es hoy, de otoño”.  ¡Ah, mi bella París, donde cada piedra, cada puente, cada árbol le habla a mi alma en su dulce lengua natal!  ¡La única ciudad del mundo donde la soledad es un arte, y sus cultores pueden ponerse al lado de los más grandes creadores que jamás vivieron!  Cumplo con todas las estipulaciones del poema, excepto por un pequeño detalle: para contrariedad profunda de mis malquerentes -ya que no enemigos-, yo no pienso aún morirme.  He hurgado en todas mis agendas, y en ninguna de ellas he leído “hoy muero”.  Creo que esto debería resultar tranquilizador para cualquiera, por poco que uno anote en sus agendas todo lo que tenga siquiera mediana importancia en la vida.

Vuelvo a asomarme al mundo a través de la pequeña claraboya que mi dedo índice persiste en seguir dibujando sobre el cristal.  El cielo se cae a pedazos.  ¿Puede morir, el cielo?  Según Mallarmé, sí.  He ahí por qué escribió ese verso que, en su comprimida brevedad y sencillez irreductible, me parece ser uno de los más bellos de la historia de la poesía: “Le ciel est mort”.  ¡La muerte del cielo: cielo santo, que el cielo nos proteja de ello!

La lluvia libera los perfumes de la tierra, y ha hecho brotar una exuberante floración de paraguas multicolores sobre las calles de París.  Paradójica primavera, en pleno corazón del invierno.  Las torres de San Sulpicio hienden la bruma como quiméricos e inmensos monolitos que emergieran de un pasado inmemorial.  Alguien tiene que registrar en los anales del universo la espléndida tristeza de esta tarde en gris bemol menor.  Si no lo hago yo, ¿quién lo hará?  Después de todo, soy el único testigo, el único contemplador en medio de una muchedumbre presa del vértigo de la acción acéfala, el solitario espectador que preservará este pedazo irrepetible de vida en un par de cuartillas tentativas y desaliñadas.  Le sacaré partido literario a esta intolerable pesadez del corazón, a esta lluvia tenaz e insidiosa, al lejano tañido de las campanas de Notre-Dame rodando a través de la bruma.  La melancolía no es nunca infecunda o yerma: es, antes bien, engendradora de belleza y poesía.

Porque no volverá París a ver una tarde tan triste como esta, y porque la lluvia sobre el Sena no tendrá jamás un bardo tan fiel y devoto como yo, por eso y muchas razones más tomo ahora la pluma, y comienzo a escribir.  He de transmutar la melancolía en belleza: es lo que la máquina alquímica de mi alma ha hecho desde que tengo memoria.  Por un lado absorbo toda la tristeza del mundo -de mi mundo-, y por el otro van surgiendo las pepitas de oro poético que mi fantasía hace brotar sobre el humus de la soledad.

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