Jacques Sagot, VisiónCR
Estamos en el Estadio Maracaná de Río de Janeiro. Doscientas mil personas llenan las galerías del coloso. El día es 13 de julio de 1950. La mayor concentración humana que hasta ese momento se ha aglutinado en torno a un evento deportivo. Juegan Brasil y España. Un partido decisivo en la ruta hacia la corona de campeón mundial. Una colisión de potencias futbolísticas.
Brasil ha arrollado en partidos anteriores a Suecia (7-1) y a México (4-0). Es un tsunami balompédico. En sus filas, el goleador del certamen, el habilidoso Ademir, “con el diablo en el cuerpo” (Raymond Radiguet). El director técnico de la Verdeamarela es Flávio Costa, bien macerado hombre de fútbol, como jugador y luego en tanto que entrenador, con 45 años de edad.

El público viene a ver un festival canarinho, a vitorear a una selección avasallante que se perfila como indiscutible favorita para alzarse con el título de campeón mundial. Quieren ver goles, muchos goles, el rival apabullado, y el Scratch do ouro avanzar triunfalmente hacia la gran final contra Uruguay.

La tensión, la crispación se corta en el aire. Doscientas mil almas esperan que su equipo les depare alegría, y más aún: éxtasis y delirio, la embriaguez misma de la victoria. No se contentarán con nada menos que eso. El árbitro es el estadounidense Prudencio “Pete” García. Después de los himnos y demás solemnidades, la colisión da inicio con Brasil moviendo la pelota. Los espectadores contienen el aliento, sus sístoles, sus diástoles, sus inhalaciones y exhalaciones… todo está suspendido en la expectación por poco demencial del juego.
Corre apenas el minuto 6 de juego y el marcador está 0-0. De pronto, el árbitro señala un penal a favor de Brasil. Es una farsa grotesca: la falta fue cometida por lo menos un metro fuera del área. El público grita, grita, grita, sí, como una hidra de Lerna: doscientas mil cabezas que brotan de un mismo cuerpo. El equipo brasileño celebra la decisión arbitral. El partido está virgen de goles, y todo está por decidirse.

Y entonces, para estupor de todo el mundo, el técnico Flávio Costa llama al cobrador designado de penales: Ademir Marques de Menezes, sensacional centro delantero, guerrero adicto al sibilante e insidioso sonido que genera el balón al rozar los cordeles de las porterías. Flávio Costa le ordena que “bote” el penal. Ademir no comprende. “Tire el penal diez metros por fuera de la cabaña del arquero, vuélelo, saque la pelota del estadio, si le es posible. Que todo el mundo vea que esto es un statment, un manifiesto, una manera de exponer la impericia o la deshonestidad del árbitro. Que no sea un mero accidente, sino un acto volitivo cargado de significado. Una gran impugnación para el árbitro”.
Ademir sigue sin comprender. Está anonadado. Aquel penal deliberadamente pifiado empañaría su actuación mundialista, su récord de efectividad frente al marco: era una decisión muy onerosa para él en términos reputacionales. Ademir no quiere, simplemente no quiere entender. Flávio Ortega aprieta sus clavijas: “Si no me quiere obedecer, mandaré a otro jugador a “botar” el penal. Y usted quedará fuera de la alineación para la gran final contra Uruguay”.

Cabizbajo, lento, apesadumbrado (las porras de los hinchas llueven sobre él como una maldita tempestad de granizo), toma el balón y lo pone sobre el punto fatídico. Respira hondo. Mira a la “torcida” como pidiéndole perdón por lo que se aprestaba a hacer. Vacila, dubita, mira una vez más a Flávio Costa, pero la mirada del técnico lo llama de inmediato al orden. Ademir toma impulso, y patea el balón de manera que sale por la línea lateral. A nadie podía quedarle la menor duda de que había sido desperdiciado deliberadamente.
El árbitro luce asombrado, pero se apresta a darle continuidad al encuentro. El público abuchea a Ademir, lo cubre de oprobios, de las más viscerales manifestaciones de odio. En cuestión de nanosegundos ha pasado de ser un gladiador de épica magnitud a un perfecto incompetente. Los silbidos de doscientas mil personas constituyen una sinfonía que horada los tímpanos, una suerte de enfermedad de tinnitus alojada en el fondo de la conciencia.
El partido prosigue, y pronto Brasil se enseñorea de una desconcertada España. El anfitrión terminará ganando la contienda con una avalancha de goles: 6-1. Fue justamente en este partido donde nació la costumbre de gritarle al equipo vencido, “bailado” e incapaz de hacerse con el balón la proverbial interjección “¡Ole!” La guasa alude por supuesto a la tauromaquia, tradición inextricablemente ligada a España. Setenta millones de brasileños celebran, ebrios de triunfo, la épica goleada de su Seleҫao. Ademir sigue siendo un héroe popular, y gracias al varapalo infligido por la Verdeamarela a España, su insólito penal se pierde en el olvido.

Muy bien, esas son las données, los elementos fácticos del caso. Ahora, ustedes, mis queridos lectores y lectoras, van a decidir si Flávio Costa hizo lo correcto, o si su decisión representa un error éticamente reprensible. Veamos.
En un gesto insólito, inusitado, infrecuentísimo (especialmente en el contexto de una contienda en la que se jugaba tanto), Flávio Costa ordena a su jugador estrella “botar” el penal. ¿La razón? Quiere darle una lección al mediocre árbitro por haber tomado una decisión que favorecía claramente a Brasil, que lo congraciaría con toda la fanaticada, y que lo convertiría en un ídolo popular. La sanción de la falta fue a todas luces incorrecta, deshonesta, escandalosa, casi irrisoria. Ese administrador de la justicia en el terreno de juego que es el árbitro, decreta una falta que representa una injusticia del tamaño del Aconcagua. Flávio Costa decide exponerlo, ridiculizarlo, castigarlo, sentar un precedente para el futuro del fútbol. Ha decidido honrar el principio de justicia. En su personal axiología ética, lo ha puesto muy por encima del resultadismo puramente deportivo. Hasta ahí, magnífico.
Pero muchos podrían contra-argumentar que Flávio Costa fue nombrado técnico de la Canarinha no para ganarse el Premio Nobel de la Paz o la Medalla Albert Schweitzer a la filantropía. Su misión era derrotar al rival costase lo que costase. Para eso lo declararon técnico del equipo, y para eso ha estado devengando exosféricas sumas de dinero. Decretar que Ademir “botase” el penal significó traicionar a 70 millones de seres humanos (la población de Brasil en 1950) que clamaban por la victoria, que confiaron en él, que querían ver triunfar a su timão a cualquier precio. Una vez más: a Flávio Costa no le pagaban tan “expresivo” salario para que encarnase el rol de Sócrates, Jesucristo, Juana de Arco o Tomás Moro, sino para que ganase la maldita copa mundial: es así de simple. Si no estaba de acuerdo con tales reglas del juego, no debería haber jamás aceptado el alto cargo que se le confió.
A todo esto, señalemos que cuando Flávio Costa toma su dramática decisión, el partido iba 0-0: nada podía hacer prever al técnico la boyante victoria que significaría la contienda para su equipo. Con el marcador 6-1 a su favor bien pudo haberse dado el lujo que se dio: el penal no hubiese en lo absoluto alterado el hecho de que Brasil avanzaría al partido final, y España quedaría tendida en la llanura de los derrotados. El Serengueti del fútbol, sí, ahí donde las planicies están sembradas de osamentas de cebras, antílopes, jirafas, impalas, recordándonos a todos el horror de la cadena trófica o cadena alimentaria: hay depredadores y hay depredados. Hay triunfadores y hay derrotados. Son especies correlativas. Para que existan los primeros deben existir los segundos. Un campeonato mundial en mucho se asemeja al modelo evolutivo darwiniano: ganará el macho alfa, el espécimen mejor dotado por natura, el más viripotente, el que tiene más capacidad de adaptación y genes más saludables. Es, en cierto modo, una involución a la jungla y sus inapelables leyes de sobrevivencia.
El gesto de Flávio Costa es por poco único en la historia del fútbol (ciertamente en la de los campeonatos mundiales). ¿A cuántos técnicos han visto ustedes, queridos lectores y lectoras, tomar una decisión de ese calado, en una coyuntura comparable? ¡No ciertamente en Costa Rica: eso podemos tenerlo por seguro! Yo solo lo he visto en otra ocasión: la protagonizó Jürgen Klinsmann cuando era técnico del Bayern de Munich, en 2009, pero la circunstancia era mucho menos dramática: un partido más de la Bundesliga. Igual situación: árbitro incompetente, y Klinsmann que le ordena a su cobrador de penales fallar la falta.
Ahora sí, amigos y amigas. Quiero que hagan un pequeño ejercicio ético. A la luz de los elementos de juicio que he expuesto, procurando ver el hecho desde diversos ángulos, evitando tanto satanizar como sacralizar a Flávio Costa, ¿qué piensan ustedes de su decisión? ¿Habrían hecho otro tanto de encontrarse en su lugar? El técnico, ¿honró como todo un caballero el principio de justicia, o bien traicionó cual el más reprensible de los miserables a todo un país? ¿Hemos de cantar sus loores, o llevarlo antes bien al patíbulo? Como traidor, ¿merecerá ir a escorar al noveno, último y más cruento círculo del infierno de Dante, al lado de Judas Iscariote, Brutus, Ganelón, Fray Alberigo, Tolomeo y Antenor de Troya? O bien, estamos en presencia de un hombre infinitamente íntegro y valiente, que en una coyuntura difícil prefirió honrar la justicia que halagar al pueblo que lo seguía y apoyaba.
No les diré lo que pienso (y, de toda suerte, mi criterio al respecto no es necesariamente correcto: no soy un maestro de ética, de moral, un director de conciencia, un venerable sabio o un líder espiritual). Este pequeño ejercicio está dirigido a ustedes, amigos y amigas. Pálpense el alma, y díganme: ¿hubieran ustedes emulado el gesto de Costa, o antes bien lo censuran y señalan por ello?
Es un cuestionamiento que vale la pena elaborar. Buena o mala, sublime o infame, correcta o incorrecta, la decisión de Costa es el tipo de gesto que se ve una vez cada siglo en la historia del deporte. Ahí les dejo el dilema. Si quieren hacerme partícipe de su sentir (porque creo que esta disyuntiva es más una cuestión de sensibilidad ética que de apego fanático a ninguna normativa moral), estaré encantado de recibir, leer y comentar sus respuestas.
Costa hizo lo correcto, lo ético, lo que casi nunca sucede. Mi respeto para Costa.