Visión CR

¡Tarjeta roja para el fútbol!

Jacques Sagot, pianista y escritor

Veo en un periódico español una foto del futbolista brasileño Ronaldinho, erguido y orondo en su piscina privada, los brazos cruzados sobre el pecho, como diciendo: “¡Dejad que las mujeres vengan a mí!”  A sus pies convergen cinco féminas mostrando sus nalgatorios -lo único que emerge del agua-, en lo que podría constituir un ballet acuático como un acto de adoración y sometimiento a su ídolo pagano.  Todas en tanga: disponibilidad, acceso irrestricto y permanente.  Ofreciéndole al mundo sus posaderas, cada par de ellas más bulboso y turgente que el anterior.

Bizarra imagen, en verdad.  Cinco traseros dotados de mayor personalidad, de más espesor ontológico e inteligencia que sus supuestas propietarias.  Y en el centro, en el eje de la composición, Ronaldinho exhibiendo las mechas rizadas, la sonrisa y la dentadura que, amén de su virtuosismo técnico con la pelota, lo hicieron célebre.  Cuando estuvo en Costa Rica, en julio de 2017, para participar en el partido de exhibición “Galácticos contra Leyendas”, el propietario del hotel donde se alojó declaró que su habitación se había convertido como por ensalmo en un sórdido garito donde las prostitutas, el alcohol y la droga entraban y salían a piacere.  La estadía del astro brasileño le acarreó un mal nombre y un considerable daño reputacional al hotel, por demás perfectamente honorable.

¡Ah, cuán tóxica puede ser la fama para aquellos espíritus endebles, que se precipitaron a devorarla cuando aún no tenían las enzimas morales necesarias para digerirla!  ¡Qué veneno, qué fatal ponzoña, en mentes proclives al endiosamiento, a la pérdida del principio de realidad!  ¡Alguien debería preparar a todas las celebridades del mundo para lidiar con este monstruo, esta maldición que llega a nuestras vidas disfrazada de bendición!  ¡Cuántos héroes mediáticos derraparon hacia la disipación, la degradación y las más insidiosas pulsiones autodestructivas por no saber cómo bailar con esa bruja, esa Gorgona, esa Segua llamada “Fama”!  Es un ofuscamiento, una forma de delirio febril, una enorme distorsión de la realidad, una suerte de ceguera o de alucinación que puede durar una vida entera, y sembrar inmensurable dolor en derredor suyo.

Prendadas del futbolista como crías de la ubre pródiga de su madre, los labios besando los pies del futbolista, y los nalgatorios túrgidos cual globos henchidos de helio, a punta de estallar, asomando del agua a la manera de grotescas claraboyas carnales.  Pirañas, rémoras, cardumen humano…  Sobre ellas, sonriente, majestuoso como Poseidón con su cohorte de sirenas, ondinas y náyades, el astro de quien el árbitro Pierluigi Collina dijera: “después del golazo que le marcó al Chelsea, casi olvido el silbato para correr a festejarlo con él”.

La excelencia deportiva divorciada de la excelencia humana.  ¿Divorciada?  Peor que eso.  Del mejor futbolista se espera hoy en día -en magnitud proporcional a su calidad- la mayor disipación ética, el más arrabalero sibaritismo.  Una antología ambulante de todos los disvalores éticos concebibles.  La foto que comento es una imagen que denigra al deporte, al futbolista, a las mujeres, a quienes la divulgan y a quienes la consumimos, los ludi consumptors. A sociedad enferma, fútbol enfermo.  Algún periodista protestó.  Ronaldinho respondió: “es un envidioso”.  ¿Qué podemos “envidiarle” a un atorrante que, fuera de su gloria deportiva y ser pasablemente simpático, representa, en todos los parámetros, una apoteosis de la vacuidad y el descerebramiento? 

Lo grave es que solo una vox clamantis in deserto haya hablado.  Debería haber despertado un movimiento universal de indignación.  Es un crimen de lesa humanidad: el ser humano se ve todo él lesionado.  Antes bien, la foto halagó fibras muy íntimas en los seguidores del fútbol.  La fantasía del sultán en su harén.  Del don Juancillo barriobajero del trópico húmedo.  A algunos hombres los excita, tal imagen.  Ello es, hasta el momento fatídico en que les formulan la pregunta decisiva: ¿has pensado que esas muchachas podrían ser tus hijas?  ¿Te gustaría verlas posando para una foto de esta estofa, que además le dará la vuelta al mundo y generará tsunamis hormonales en cientos de miles de orangutanes en celo?  Y ese es el fin del jolgorio.  El punto de fractura del principio de identidad, la esquizofrenia, ese instante en que el joven seductor y sibarita de antaño tiene que convertirse en un paladín de la moral, en un faro ético para su chiquita y su familia.  El Burlador de Sevilla transfigurado en Torquemada, en severísimo árbitro de la conducta sexual del mundo entero.

Pelé, Beckenbauer, Di Stéfano, Cruyff, Rivelino, Sócrates jamás se hubieran prestado para una cosa así.  Eran deportistas perfectamente conscientes de su rol como formadores de juventudes, como objeto de emulación por millones de niños y adolescentes.  Eran caballeros, no chusma empoderada y obscenamente mimada por la media.  Se sabían educadores de sus pueblos, y asumían este rol con enorme sentido de la responsabilidad.  Sabían que el ídolo deportivo deja, en cierto modo, de pertenecerse a sí mismo.  Que la gloria y la fama acarrean un pesado compromiso ético.  No digo que fuesen santos, pero siquiera tenían el pudor de oficiar sus guarrerías dentro del marco de la vida rigurosamente privada.  No hacían de ellas una imagen propuesta para la imitación, y procedían  a dispersarla por toda la superficie cibernética del planeta. 

No soy un moralista.  El moralista vigila la moral de los demás.  La persona moral, en cambio, procura que sus acciones no lesionen a los otros: se vigila a sí mismo.  ¿Cinco pares de nalgas?  No me sumen en el pánico moral.  No llamaría a un exorcista ni convocaría a un concilio vaticano por ello.  Tampoco voy a invocar la manida expresión de “la pérdida de valores” (muchos de los “valores” antañones que echamos de menos eran aberraciones e injusticias socialmente legitimadas: celebro que hayan obsolescido).  Es algo más hondo.  La intuición profunda de que el ser humano se falta al respeto y se veja a sí mismo. Hombres y mujeres establecen un vínculo que no es propio de dos sujetos, sino de un sujeto (activo y deseante) y un objeto (pasivo, consumible, digerible y excretable). 

La constatación de que la basura se ha convertido en la materia prima más rentable del mundo.  Desayunamos, almorzamos y cenamos basura.  La mujer encarnando la más abyecta imagen del sometimiento, el parasitismo, la animalidad, la cosificación y la sinécdoque: (designar al todo por una de sus partes: pars pro toto: estas mujeres son rigurosamente reducibles a sus nalgas).  Un inmenso y avasallante monumento a la pigofilia (la parafilia consistente en ser incapaz de excitación sexual si no es merced a la manipulación de las nalgas de la compañera o del compañero).

No sigo, amigos.  Todo esto es simplemente nauseabundo.  Esta columna ha resultado extenuante, y me duele el estómago.  Tengo clarísimo que mis palabras no van a cambiar el mundo.  Siquiera me queda el sagrado derecho al “berreo”, y lo ejerzo como el dócil pero crítico animalito que soy.

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