Visión CR

El gol de Rivelino: el más tempranero de la historia

Jacques Sagot, Visión CR

Aunque el punto jamás ha sido establecido de manera definitiva, al mediocampista brasileño Roberto Rivelino se le atribuyó durante muchos años el gol más tempranero de la historia del fútbol.  La bola está en el centro.  Pitazo del árbitro.  El portero rival está aún hincado, terminando sus oraciones, en los linderos del área grande.  Rivelino lo ve adelantado, y en el saque mismo, le manda desde el centro del campo un obús que lo baña.  No habían aun transcurrido tres segundos, cuando el Corinthians ganaba ya 1-0, sin que los rivales hubiesen tocado bola. 

Hay que ver el gesto con que el infortunado arquero va a recoger el balón al fondo de su cabaña.  Es un hombre quebrado.  Su fe no volverá nunca a ser la misma.  La negación misma de la Providencia.  La muchedumbre ríe de él.  Sus compañeros lo culpabilizan por la anotación.  Castigado por su propio dios…  Cualquiera que este fuese, sin duda confirmaba con el percance el dicho popular: “a los tontos ni Dios los quiere”.  ¡Muy bien, rezar, pero para todo hay un momento!   ¡Las plegarias y jaculatorias debían haber sido hechas en los vestidores, no en el terreno de juego, y ya iniciada la contienda!  No puede uno menos que recordar el poema “La mariquita”, de Victor Hugo.  El insecto se vuelve hacia el joven que había dejado escapar el beso de la amada, y le dice: “Los animalitos son de Dios, amigo, pero las animaladas son del hombre”.

Es repugnante.  Lo que otros consideran  una prueba emocionante y conmovedora de fe y “humildad” (en el sentido completamente aberrado que el costarricense tiene de esta noción), a mí se me antoja empalagoso, exhibicionista, una especie de pornografía o de striptease religioso.  Me refiero a los porteros que salen al campo y nos ofrecen un solo de santiguadas, besan un paral, luego el otro, caen de rodillas, miran al cielo, ponen los ojos en blanco, entran en éxtasis de arrobamiento, por poco levitan como “Il Poverello” de Asís, o atraen sobre sus manos abiertas a todas las avecillas del vecindario, y farfullan diez padre nuestros y cinco ave marías.  Es impúdico, ostentoso, intolerablemente ensiropado.

Yo soy pianista, y jamás he visto que un solista salga a escena y le inflija a su público una letanía religiosa antes de comenzar a tocar.  Nunca, en medio siglo que tengo de ir a conciertos, he presenciado pantomima tan melosamente pacata y ajena a la naturaleza del espectáculo.  La gente paga un tiquete por oír a un pianista tocar un concierto de Beethoven, no para verlo caer de hinojos y declamar la totalidad del missale romanum con devoción digna de San Pío de Pietrelcina.  ¡Para eso existen los camerinos!  ¡Sí, la intimidad, la soledad y el recogimiento de los camerinos!  Y ahí sí se vale, por supuesto, librarse a todo tipo de ritos religiosos, recibir la extremaunción por si morimos en el terreno de juego o en el escenario, y hasta oficiar una misa ad hoc, si tal cosa nos apetece.  ¡Pero no en público!  ¡La devoción, el fervor místico, la fe, el diálogo con lo divino son experiencias íntimas, si alguna vez las hubo!

La anécdota de Rivelino y su genialidad -tenía una zurda privilegiada y muchas veces marcó goles de este jaez- nos mueve a pensamiento.  Posibilidad uno: Dios no existe.  Posibilidad dos: Dios existe, pero no le interesa el fútbol.  Posibilidad tres: Dios existe, le interesa el fútbol, pero era torcedor del Corinthians de Rivelino, no del equipo del portero ridiculizado. 

Posibilidad cuatro: Dios existe, es aficionado al fútbol, no tiene preferencia por uno u otro equipo, pero sucede simplemente que está demasiado afanado regulando el tráfico intergaláctico y rectificando los “humanos demasiado humanos” (Nietzsche) yerros, como para ocuparse de un partido jugado en algún remoto estadio paulista.  Posibilidad cinco: hemos de volver al politeísmo, y concluir que el dios de Rivelino es más poderoso que el del portero vencido.  À vous de choisir!

La fe es un diálogo íntimo entre un ser humano y su creador.  Lo demás es vulgar autopromoción: mostrarle al mundo cuán bueno, piadoso, sensible, pío y bien portadito es uno.  Simplemente obsceno.  Ofensivo.  Fuera de lugar.  Por favor, no más religiosidad peliculera y oportunista para comprarse una imagen de aureola mística en la cabeza.  Cada cosa en su sitio, señores.

De nuevo: el fútbol no es una pasarela religiosa.  “En verdad te digo, no ores como los hipócritas a quienes les encanta rezar en público, en las esquinas de las calles y en las sinagogas donde todos puedan verlos.  No recibirán recompensa.  Cuando ores, apártate a solas, cierra la puerta detrás de ti y reza a tu Padre en privado.  Entonces Él, quien todo lo ve, te premiará”.   Tomo la cita de Mateo 6: 5-6.  Creo profundamente en la  verdad de estos versículos.  En ellos me apoyo para formular mi tesis y mi censura del “nudismo religioso”, de la “danza del vientre bíblica”.

He ahí lo que me limito a decirle al portero del Fariseo´s Football Club, conocido por su exhibicionismo religioso. 

Yo soy cristiano, pero no ando pandereteando, catequizando a la gente y taladrándole en el cerebro a los transeúntes las epístolas paulinas cuando voy por la calle.  Nunca salgo a escena sin persignarme y sin aislarme en mi camerino para conversar con Dios.  Es cosa de la que pueden dar fe todos los jefes de escena y tramoyistas que han trabajado en el Teatro Nacional durante los últimos cuarenta años.  Cuando me dan la señal para entrar a escena siempre retraso la salida con una postrera invocación a Dios: mi petición es muy simple: que me permita ser un buen evangelista de la belleza, que su luz me bañe mientras hago música, y que mis manos sean un eficaz vehículo para que Él se manifieste a través de ellas.  Pero sé que en el instante mismo en que pongo un pie en el escenario, el homo religiosus debe transformarse en gladiador, la tesitura psicológica tiene que cambiar radicalmente, debo -por paradójico que suene- convertirme en lo que soy: un pianista, un artista, un poeta de los sonidos.  Como decía Blaise Pascal: “Conviértete en lo que eres”. 

Muchos artistas y deportistas fracasan porque son incapaces de realizar esta sencillísima operación (todo es cuestión de no bloquear la luz que uno lleva dentro: dejarla irradiar y envolver a todo el auditorio).  Los nervios, la ansiedad, la inseguridad, la mala salud, la deficiente preparación técnica conspiran a menudo contra esta experiencia.  En este punto, artistas y deportistas son hermanos gemelos.  Nada diferencia sus respectivas gestiones.

Si yo estoy sentado en una banca del parque, y a mi lado se instala una pareja y comienzan a besarse, no solo no me ofendo, sino que lo considero bello: posiblemente sienta envidia del afortunado receptor de tan húmedos y melifluos ósculos.  Si paso ante una iglesia y una persona que me acompaña se persigna, lo celebro.  Pero si la pareja se arranca las vestiduras y comienza a copular y chillar como mandriles en celo, me paso a otra banca y evito verlos.  Y cuando un portero sale al terreno haciendo pantomimas genuflexivas y prosternatorias, ganas me dan de salirme del estadio e ir a ver a los payasitos del circo, o los chimpancés del zoológico.  De nuevo: cada cosa en su lugar e intensidad adecuada.

Selección de Brasil, México 70. Rivelino, segundo (abajo) de izquierda a derecha.

Rivelino -junto a Pelé, Gerson, Tostao y Jairzinho, uno de los meteoros del Brasil campeón mundial en México 1970- ha comentado este gol en más de una oportunidad.  Siempre ha dicho que “no se siente particularmente orgulloso de él”, que “no lo anotaría hoy, si la circunstancia se repitiese”, y que “lamentaba haber humillado al portero rival en un momento tan vulnerable y espiritualmente significativo”.  Esto habla de la decencia y la bonhomía de este formidable futbolista.  Pero creo que se equivoca: en el terreno de juego era, por instinto y naturaleza, un temible depredador.  Volvería a anotar su gol desde 45 metros de distancia y bañar al infortunado portero una y otra vez.  Estaba en su sangre.  Un mandato irreprimible de su ángel-demonio.  Tal era su esencia, tal era su rapidez mental, tal era su vocación de goleador, tal era el perfil de su juego, y tales fueron los gestos que lo hicieron legendario.

Por lo que al portero atañe, no tengo la menor idea de lo que con él haya acontecido.  Jamás llegó a ser un deportista de mérito internacionalmente reconocido: eso es seguro.  Espero que haya aprendido la lección, y que si sigue oficiando sus pasarelas religiosas y su vedetismo místico en mitad de un estadio lleno de energúmenos que no pagaron para ver la escenificación de un milagro sacro ni una procesión de Semana Santa, termine siquiera sus preces y letanías antes del pitazo del árbitro, y esté debidamente colocado bajo su marco cuando el partido da inicio, y la ética de la criatura pía, devota y corderil deba ser sustituida por la implacable ética del guerrero y el amante fervoroso de la gloria deportiva.   

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