Jacques Sagot, pianista y escritor
Queridos amigos y amigas: ¿están ustedes por ventura soñando con introducir en el mundo profundas revisiones éticas, filosofías revolucionarias, nuevos valores, inéditos modelos convivenciales, en suma, transformar el planeta en algo mejor que el burdel, presidio, hospital con mucho de manicomio que es? Si tal es su loable intención, quizás convendría considerar lo que los humanos hemos hecho con los mejores espíritus de que la historia guarda memoria.
La bella, la intransigente, la valerosa, la no-negociable, la pertinaz Antígona, llena de ese fuego sagrado del idealismo propio de la adolescencia, fue condenada por Creón a ser enterrada viva, por persistir en dar a su hermano Polinices una inhumación digna, honorable, regida por la ley divina y la tradición. En su bóveda sepulcral optó por estrangularse, a fin de no padecer la lenta muerte por asfixia. Antígona… la más bella flor, el verso mejor cincelado de la Grecia clásica.
A Sócrates lo condenamos a una deliciosa infusión de cicuta. ¿Por qué? Por haber despertado las conciencias, estimulado el pensamiento individual, vigorizado el espíritu crítico, inspirado a sus conciudadanos a buscar la Verdad por sí mismos, y no dejarse guiar por ideas recibidas, prejuicios y lugares comunes.
A Jesucristo lo martirizamos, humillamos, escupimos, y crucificamos. Pienso en la novela (y luego película) To kill a mocking bird de Harper Lee: vejar y torturar de esa manera a un ser que traía miel en sus labios, ramilletes de verdad y justicia en sus manos, el perdón y la misericordia en su mirar… ¡Ah, es tan difícil no avergonzarse de la criatura humana!
Thomas Becket, arzobispo de Canterbury, hoy en día santo y mártir de la cristiandad, osó oponerse al sibaritismo, la satrapía y los privilegios de que gozaban los aristócratas de la época, y no vaciló en enfrentarse a quien era su mejor amigo: el rey Henry II. El monarca suspiró: “¡No puedo creerlo: hay un solo hombre brillante en mi reino, y tenía que estar en contra mía!” Becket fue asesinado en la Catedral de Canterbury por una piara de sicarios al servicio del rey. Lo hirieron tres veces, pero solo con la cuarta cuchillada sucumbió, diciendo: “estoy dispuesto a morir por mi Dios, mi fe y mi iglesia”. Los asesinos le abrieron el cráneo y dispersaron sus sesos por toda la nave central.
A Juana de Arco, “la doncella de Orleans”, la más hermosa de las vírgenes, una muchacha apenas púber, una adolescente iluminada, la quemamos con leña verde (para que el suplicio durara más) y luego desmembramos su cuerpo, y arrojamos sus restos al Sena, en la ciudad de Rouen. ¿Por qué? Porque decía ser capaz de hablar con los ángeles, y lideró a todo su país (Francia) en una enorme sacudida contra la opresora Inglaterra.
A Giordano Bruno, fraile dominico, filósofo, matemático, cosmólogo, filósofo -¡y poeta!-lo quemamos en Roma, en una pira pública, mientras la canalla aplaudía y rugía de entusiasmo bestial. Todo lo que Bruno hizo fue extender la doctrina copernicana, y crear el concepto de multicosmología: el universo infinito estaría lleno de planetas con sus respectivos soles, y era harto probable que cada uno de ellos tuviese su propio Dios.
A Tomás Moro (Sir Thomas More), conocido como “El hombre para todas las estaciones” (no era un bicho mimético que cambiaba de color al pasar del otoño al invierno o de la primavera al verano: lo que llamamos un hombre “de una pieza”), filósofo social, humanista, canciller, jurista, parlamentario, lo decapitaron por no haber aprobado la instauración en Inglaterra de la Iglesia Anglicana, y negarse a secundar las guarrerías del sátrapa que tenía a guisa de rey: Enrique VIII, una bestia espesa, glotona, gargantuesca, salaz, obscena, insaciable. Tomás Moro era un hombre dotado de gran sentido del humor (rasgo que no suele asociarse a los santos). Cuando subía hacia el patíbulo, pidió: “alguien que por favor me ayude a subir las gradas. Les aseguro que el descenso va a ser extremadamente fácil”. Fue ejecutado por un verdugo armado de tremenda hacha. Al subir a la fatal tarima, le dijo: “golpea duro y directo, sin miedo”. Y le obsequió algunas monedas, a guisa de propina. El hachazo no cercenó bien la cabeza de la víctima, de modo que la operación tuvo que ser repetida dos veces. Atroz, atroz, atroz imagen. Dolería ver a un cerdo ser ejecutado de esta manera, no hablemos de uno de los grandes espíritus que la humanidad ha producido. Tomás Moro fue canonizado por la Iglesia Católica en 1935.
Olympe de Gouges, activista social, autora del texto Los derechos de la mujer y la ciudadana, protofeminista y uno de los más nobles estandartes de esta línea de pensamiento, fue guillotinada en 1773, en medio de esa vesania colectiva que se apoderó de Francia después de la Revolución de 1789, y que se llamó “la era del terror”: miles de ciudadanos, monjas y religiosos entre ellos, probaron el horror del novel instrumento ideado por el doctor Guillotin.
Martin Luther King, una de las mejores cosas que le han sucedido a la humanidad, ministro cristiano, activista social y cruzado por los derechos civiles de la negritud en los Estados Unidos (gestión en la que combinó la estrategia de desobediencia civil y la revolución pacífica de Mahatma Gandhi), fue asesinado cobardemente por un miserable sicario en 1968.
Mahatma Gandhi, líder espiritual de la India, el hombre que logró la independencia de Inglaterra sin disparar una sola bala, mediante la resistencia pacífica, amado por su pueblo y respetado por la comunidad mundial, es asesinado con tres balas al pecho disparadas a boca de jarro, cuando, al caer la tarde, se dirigía con sus sobrinitas a rezar en la iglesia de su casa.
Así que ya saben, amigos: si están ustedes pensando en cambiar el mundo, fíjense en esta escalofriante casuística: envenenados, crucificados, quemados, desmembrados, decapitados, guillotinados, baleados… eso es lo que hemos hecho con los mejores hombres y mujeres que la historia nos ha regalado. Es como si la excelencia fuese una verdadera maldición para ciertos individuos y comunidades, como si la nobleza de espíritu, la valentía, la lucidez, el sacrificio, la generosidad, la compasión, el humanismo y el humanitarismo fuesen antivalores en no sé qué retorcido espectro ético y axiológico. La bondad es un tremendo lanzazo en el costado de la maldad: esta hará lo que sea necesario con tal de arrancárselo de su cuerpo y herir con él a su rival.
En la introducción del Fausto de Goethe, asistimos a una conversación en la que Dios y Mefistófeles apuestan cuál de los dos va a ganarse el alma del buen doctor. Termina por ganar Mefistófeles, pero el amor infinito que le profesaba Margarita (Gretchen) termina por redimirlo, como redimido es el Don Juan de Zorrilla por doña Inés, cuando la estatua del Comendador lo arrastraba ya hacia los infiernos. Sí: los hombres siempre podemos contar con el amor de una mujer para perpetrar nuestras trapacerías y salir de ellas absueltos. Es una historia inmemorial.
No hay duda: el ser humano excelso, sublime, excepcional, sabio, visionario, representa un espécimen intolerable para los miserables de este mundo. Les estorban, los irritan, los desestabilizan, los reducen a su verdadera dimensión de pigmeos éticos. Y esa no es una sensación agradable para nadie. Se impone, entonces, acabar con los generadores de esta desazón. El gran Nelson Mandela es una rarísima excepción a la regla: su gesta fue tan egregia como la de cualquiera de los mártires antes mencionados, pero siquiera pudo morir en paz, y no tuvo que ver las balas de algún mísero mercenario profanar su cuerpo.
¿Y el cine y la televisión qué hacen? ¡En lugar de contar y cantar las loas de estas inmensas figuras tutelares de nuestra civilización, le dedican una telenovela al Chapo Guzmán, crean el nuevo género de la “narconovela”, glamorizan al delincuente, al asesino, a los más buscados criminales del mundo! Si en virtud de algún inexplicable prodigio, el Chapo Guzmán apareciera mañana caminando por la Avenida Central, ¿creen ustedes que hordas de costarricenses no se precipitarían a pedirle un autógrafo, mujeres que se pelarían las nalgas para que les regale una firma, imbéciles que pedirían tomarse un selfie con él? ¡Por supuesto que lo harían! ¡La fama es un valor absoluto y universal: el personaje “famoso” puede serlo por haber inventado una vacuna contra el coronavirus como por haber estafado al fisco, asesinado a docenas de agentes de policía, y haber llenado de cocaína a México y los Estados Unidos! Aún más; genera más morbo, interés, curiosidad, fascinación, atractivo sexual y rentabilidad mediática el delincuente que el científico, cuya historia de vida se limita a su ininterrumpido y silencioso diálogo con los tubos de ensayo, en un laboratorio que nada tiene de farandulero.
Sí, querido lector: si pretendía usted pasar a la historia como un prócer de la cultura, piénselo muy bien. Recuerde: el menú es variado: el veneno, la cruz, la trepanación, la hoguera, el hacha, la guillotina o las balas. Y omito cientos de nombres y mujeres que también murieron luchando por sus ideales: desmembrados por cuatro caballos que tiraban de sus extremidades (William Wallace, héroe de la independencia escocesa), por la máquina de tortura conocida como “lecho de Procusto”, electrocutados, ahorcados, acribillados por flechas (San Sebastián), enterrados vivos, lapidados, apedreados, los ojos arrancados de cuajo, los dedos y manos cortados (Víctor Jara), latigueados hasta la muerte, condenados al hambre y la sed, fusilados… ¡Qué corto se quedó Borges con su Antología Universal de la Infamia!
Una vez, con ocasión de una gira de conciertos, visité en Praga un lugar llamado “Museo de la tortura”… los horrores que ahí vi cambiaron mi percepción del ser humano, cambiaron mi concepción antropológica del tipo de criaturas que somos, cambiaron también mi manera de tocar piano. Esa noche, durante el recital, fui mucho más sobrio, más reservado y humilde, menos flamboyant, y mi música se hizo más íntima y doliente. Y así he seguido siempre desde entonces. Es cosa que ya no cambiará.
Por esa experiencia, y por algunas otras de carácter íntimo, decidí incluir siempre, en mis recitales pianísticos, la pieza “Los Funerales”, de Franz Liszt. Es mi pequeño, secreto y entrañable ritual. Mi manera de rendir tributo a estas grandes figuras, y a otras que no pasarán quizás a la historia, pero cuyo martirio en nada va a la zaga del que padecieron las grandes figuras mencionadas. Es la “firma” que le pongo a todas mis presentaciones.
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