Visión CR

¡Vivir, vivir, siempre vivir!

Jacques Sagot, pianista y escritor

Un bello nombre no es más que un accidente.  Un bello seudónimo, en cambio, es ya, en sí, una obra de arte.  Gérard de Nerval, Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Carmen Lyra, Ana Istarú hicieron de sus propios nombres un poema. Amantine Aurore Lucille Dupin –George Sand, para la posteridad- no solo escribió la que, por su volumen, constituye toda una biblioteca: hizo de su propia vida una obra de arte, se elaboró a sí misma literariamente.  La artista que se ofrece al mundo como leyenda, que no solo escribe, sino se escribe: el pronombre es aquí fundamental.  Ella se esculpió y cinceló a sí misma, y como tal se propuso a la sociedad y la historia.  Un gesto muy afín al que también ejecutarían Frida Kahlo y nuestra Yolanda Oreamuno.

Era apenas un niño de cuatro años, el siglo XIX, cuando a Aurore “le es infligida la vida” (Chateaubriand).  En los oscuros caminos de su sangre se encuentran, por el lado paterno, el rey Augusto II de Polonia, los últimos tres borbones que rigieron los destinos de Francia: Luis XVI, Luis XVIII y Carlos X, varios mariscales de la noble Galia, ancestros de nombres altisonantes, señores de rostro altivo y cejijunto, la aristocracia “de espada”, no la parasitaria ralea en que la nobleza de la época había degenerado.  Por el lado materno, en cambio, Aurore procede de  campesinos avicultores: aquí nada de blasones: solo el amor profundo, entrañable, por la tierra.  Ironías de la historia: esta republicana militante, socialista que en su obra dio voz a los obreros y a los desposeídos, esta anti-monárquica furibunda, era prima, al sétimo grado civil, de tres reyes de Francia.

Lo primero que hay que saber, si se quiere entender el “fenómeno George Sand”, es que el siglo XIX representó, en Francia, una regresión catastrófica para la autoría femenina y los derechos civiles de las mujeres.  La Revolución Francesa, pese a Olympe des Gouges, hizo muy poco por emancipar a la mujer de su rol de sierva de la gleba.  Si el siglo de las luces llevó a su apogeo el importante movimiento literario de las salonnières (mujeres ilustradas que publicaban su obra -en particular su epistolario: la carta tenía a la sazón el rango de forma literaria- y la discutían en salones abiertos a todos los estratos sociales), el “nuevo régimen” volvió a silenciar a la mujer.  Atrás quedaron Madame de Scudéry, Madame de Sévigné, Madame d´Épinay.  Parafraseando a Emilia Macaya, podemos decir que con George Sand “estalla por fin el silencio”.  

George Sand

A la luz de esta coyuntura histórica, el gesto de Aurore, -su seudónimo masculino, elegido según la ortografía inglesa -George- y no francesa -Georges- es un acto de subversión.  “Jugaré en su terreno, señores, bajo las reglas que ustedes imponen, y aun así los batiré” -pareciera decirnos-.  Su atuendo es todo un manifesto: pantalones -¡lo inconcebible en una mujer!- saco de solapa larga estilo Weimar, chaleco, espectacular corbata de lana roja, sombrero, botas, el cigarro en la mano… ahí, infiltrada en cafés y cenáculos donde ninguna mujer era admitida.

Otras dos mujeres siguieron los pasos de George: la condesa Marie d´Agoult, que se convirtió en Daniel Stern, y Delphine de Girardin, que adoptó el seudónimo de Charles de Launay. 

¿Era bella, George? -es lo primero que los hombres (por lo menos el que esto escribe) corremos a preguntarnos-.  Por supuesto que sí.  Espléndidos, abisales ojos negros; la noche infinita a guisa de cabellera; (una vez se cortó sus largas trenzas y las envió, como regalo de aniversario, a su amante, el poeta y dramaturgo Alfred de Musset); labios que parecieran suspendidos para siempre en el umbral del beso; mirar vagamente melancólico; y sobre todo, su deslumbradora inteligencia, ese irresistible poder de seducción del que era perfectamente consciente, y que esgrimía con intuición certerísima.

A los dieciocho años de edad comete el error de casarse -digámoslo sin ambages- con un cafre, un perfecto imbécil.  El barón Casimir Dudevant.  El señor de marras hacía tres cosas: bebía como Sardanápalo, iba de cacería a los bosques de Indre, y se refocilaba con Pepita, la empleada doméstica -española- de la casa.  Nunca leyó.  ¿Cómo se puede vivir con alguien que no lee?  ¿Cabe imaginarse tormento mayor para una escritora?  Un día, instado por George, abrió Los pensamientos, de Pascal: echó a navegar la mirada bobaliconamente sobre el texto, y al cabo de diez minutos cayó dormido. 

Por supuesto, George terminó por aparejar hacia nuevos litorales eróticos.  El barón Dudevant soportó, sin rasgarse las vestiduras ni mesarse los cabellos, el ultraje.  La verdad, mientras lo dejaran vivir su mini-vida, con sus mini-aspiraciones, en su mini-mundo, nada le costaba hacerse de la vista gorda.  Pero era, además, un oportunista descarado: años más tarde le pidió al príncipe Napoleón que le otorgara la Legión de Honor, en razón de “sus sufrimientos conyugales, por todos conocidos”.  A lo cual, el soberano respondió: “Estimado señor Dudevant: como ser humano estoy obligado a compadecerlo por sus cuernos, pero no voy por ello a condecorarlos”.

George gravitaba hacia los hombres más jóvenes que ella, a menudo seres frágiles e hipersensibles.  Tenía, a no dudarlo, vocación de enfermera, el “síndrome Florence Nightingale”. Era socorrista a tiempo completo.  Invariablemente, terminaba por convertirse en mamá de sus compañeros.  Mimosa, abnegada. El hombre físicamente débil -la vulnerabilidad en la que sin duda reconocía la tesitura de su propia alma- ejercía sobre ella irresistible fascinación.  “Basta con que un hombre me inspire piedad, para que me posea irremisiblemente” -nos dice en una de sus cartas-.

George Sand

De su relación de nueve años con Chopin -el viaje a Mallorca, la cartuja de Valldemosa, el piano resonando en los fríos claustros en sombra, el embarque a bordo del “Mallorquín” (¡sobre el compartimento en que iban los cerdos!), luego la paz de Nohant -centro de gravedad de su vida-, solo puede decirse, con certeza, lo siguiente: Chopin nunca fue más feliz ni gozó de mayor estabilidad emocional que cuando estuvo bajo el ala protectora de la Sand.  Su producción lo atestigua.  “Chopinski”, “Chip-Chip”, “Chopinet” -como le decía ella cariñosamente- se “seca” después de la ruptura.  Ya no vive: sobrevive.  Dos años que no fueron más que una terrible, irresuelta disonancia… el abandono, la indefensión, la enfermedad -que, hoy en día sabemos, no fue la tuberculosis, sino la fibrosis quística- el viaje a Escocia organizado por Jane Stirling, algunas obras de póstuma publicación, y la muerte, en Si bemol menor.  ¿Fue “un débil”, Chopin?  Quizás.  Pero recordemos una cosa: en el mundo nada hay tan fuerte como los débiles.  La respuesta está en su música.  Si la gran Balada en Sol menor o la Polonesa Heroica son la música de “un débil”, entonces tal vez todos nosotros seamos ornitorrincos. 

  George era una mujer “de todo o nada”.  Inmensamente generosa cuando amaba, sabía poner punto final a una relación con aterradora frialdad, y enrumbarse hacia nuevas Arcadias casi  inmediatamente.  Tenía que amar para vivir.  Conocía lo que Jean Cocteau llamaba “la ciencia de la fenixología”: la capacidad de renacer, una y otra vez, de sus propias cenizas.  Sabía reinventarse a sí misma.  Lo hizo muchas veces en su vida.  Chopin no.  Y por eso sucumbió. 

En un arcano rincón de París, al fondo de una callecita embaldosada, en el barrio de artistas alguna vez llamado “La nueva Atenas” –Le musée de la vie romantique– vemos los moldes de la mano izquierda de Chopin -pequeña, delgada, inmensamente expresiva e “inteligente”- y del brazo derecho de George: carnoso, redondito, todo salud y vitalidad, la palma hecha naturalmente para la caricia, mano dadora de vida.  Al lado, el manuscrito de su última obra –Albina– con su bella caligrafía, diestra y esbelta la escritura, perfectamente legible, casi desprovista de correcciones.  Escribía con pasmosa facilidad, encontraba las frases, el ritmo, las metáforas naturalmente, y rara vez hacía enmiendas.  Hay un nombre para esto, y no es “inspiración”.  Se llama disciplina.  Esa que hace ver fácil lo que es supremamente difícil.

“¡Escóndeme tu corazón, Pietro, a fin de que pueda por siempre imaginarlo bello!” -le escribe George a Pagello, en una súplica que, de inmediato, nos remite a nuestra Yolanda Oreamuno: “Los hombres no existen: yo los invento”.  Sí, la más grande escritora francesa del siglo XIX soñaba a sus compañeros.  Los creaba, los alimentaba con el humus de su torrencial imaginación. 

Porque fue pródiga en amores la llamaron promiscua (Victor Hugo, quien se tomaba el trabajo de actualizar diariamente el catálogo de sus amantes, fue en cambio declarado “padre de la patria” y electo diputado).  Porque amó secretamente a la actriz Marie Dorval la llamaron degenerada.  Porque Mérimée no tuvo las destrezas amatorias necesarias para satisfacerla sexualmente, la llamaron frígida.  Porque a los dieciocho años rechazó la propuesta de matrimonio de un generalote del Imperio que le llevaba treinta y cuatro años de edad y tenía la cara partida en diagonal por un sablazo(“no me caso con usted, señor, por la simple razón de que lo encuentro feo, feo, feo” -le dijo), la llamaron insolente.  Las calumnias se las llevó el viento.  Solo queda la traza de la escritora, del ser humano inconmensurable que, tan pronto asume el mando de su residencia de Nohant, libera a sus sirvientes de la humillación de la librea y los invita a sentarse a la mesa con ella; de la activista social que, en 1852, va a entregarle al príncipe Napoleón, en su palacio del Elíseo, una carta con la que logra la amnistía para los presos políticos de la revolución, condenados a muerte o al exilio.

Era una escritora disciplinadísima: pasaba ocho horas diarias frente a su escritorio, entintando cuartillas sin cesar.  Su producción es himaláyica: novelas, cuentos, teatro, ensayos, poemas…  Además era pintora (sus trabajos en dendrita y acuarela son bellísimos), modista (vestía a sus propias marionetas, que animaba para sus invitados en el teatro de guiñol que tenía en Nohant), ceramista, ebanista, activista política, y sí, une femme de scandale.  Tuve el privilegio de visitar su castillito en Nohant: cada rincón del lugar lleva su impronta.  La mesa con su florero y su vajilla perfectamente dispuesta.  Las tarjetas de los invitados con sus lugares asignados, entre ellos Liszt, Marie d´Agoult, Delacroix, Balzac, Flaubert, Turguénev, Heine, Victor Hugo, Julio Verne.  Bien se ve que no se rodeaba de cretinos y mediocres.

A Chopin le había acondicionado una sala especial con su piano, en el segundo piso, forrada de colchones, para que ningún ruido externo perturbara al compositor en su íntimo diálogo con la música.  En sus dominios de Nohant había una casita para Delacroix, una iglesia, un establo, las viviendas de varios miembros de la servidumbre, un cementerio, un taller de marionetas, varias zonas deportivas, espacios para la recreación, veredas campestres, callecitas bautizadas con los nombres de sus ilustrísimos amigos, una farmacia, una oficina postal… era un microcosmos social múltiple y fascinante.  George era el tipo de persona que “crea mundos” a su alrededor.  Todo en Nohant la delata, la proclama, la perpetúa.

Todo se lo dio a la vida, George Sand.  Todo se lo dio al sol.  Todo, menos su sombra. Pero ya seguiremos, ya seguiremos: todavía tenemos muchas historias en faltriquera.  ¿Quién era, en suma, George Sand?  Es a lo que intentaremos dar respuesta en nuestro próximo artículo.

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