Visión CR

El capitán del equipo se hunde con su barco

Jacques Sagot, Visión CR

Al ganar la Liga de Campeones de Europa, el 28 de mayo de 2011, en el estadio de Wembley, delante de 85 000 espectadores, Carlos Puyol, ese bastión defensivo del Barcelona durante veinte años, y capitán por antonomasia de su cuadro, cedió su capitanía a su colega francés Éric Abidal, para que este pudiese alzar la copa. 

Puyol, al momento de ceder su brazalete de capitán a Eric Abidal

Abidal venía de superar, en tiempo récord, un tumor cancerígeno del hígado, con prognosis muy reservada.  Logró jugar los noventa minutos del partido, y Puyol le cedió el brazalete de capitán para que pudiese experimentar el gozo de un triunfo que, en este caso, era tanto deportivo como vital (al capitán corresponde el privilegio de alzar la copa, bajo el diluvio de fotos y vítores interminables).  Cuento esta historia para que vean ustedes a qué niveles de excelencia humana -amén de deportiva- debe elevarse el capitán de un equipo de fútbol. Hace falta mucho más que saber jugar bien, para desempeñar esta función, honrosa entre todas, y ahí está Puyol para demostrarlo.

En el contexto de diversos cuerpos militares, el capitán es el mayor oficial de rango intermedio.  Su grado es inferior al de mayor y superior al de teniente, aunque las jerarquías varían según los sistemas de subordinación militar de diferentes países.  En los cuerpos de Marina, el rango equivalente a capitán puede ser el de teniente de navío, mientras que el de capitán de navío equivale al de coronel en los ejércitos de tierra o aire.  En el campo de la náutica, la figura del capitán es mítica.  Históricamente, el capitán gozó en algún momento de poderes casi omnímodos.  En la antigua Roma se le llamaba magister navis, los ingleses le decían master under God, los franceses, maître après Dieu du navire, y en el libro del Consulat del Mar se le llama senyor de la nau.  Con frecuencia él mismo era propietario o copropietario (teniente: etimológicamente, “el que tiene”) del barco. 

El Beckenbauer seriamente lesionado que en el mundial de 1970 persiste en jugar con su equipo hasta el final del partido reproduce, en su ética deportiva, el gesto del capitán que perece con su propio navío: era una cuestión de honor (noción que el moderno cinismo -no entendido tal cual lo concibe la filosofía de Diógenes Sinope- ha reducido a la irrisión).

El gesto de Puyol -espontáneo, no calculado ni ensayado- nos da una idea de lo que el compañerismo y la solidaridad significan en el contexto de un partido de fútbol.  No por casualidad dijo Albert Camus (que durante su juventud fue portero del Argel Racing Club, y que tuvo que abandonar su carrera deportiva debido a la tuberculosis): “Todo lo que sé sobre ética y moral me lo ha enseñado el fútbol.  En los cenáculos intelectuales solo encontré envidia, intrigas y sed de poder.  El deporte me permitió entrar en contacto con los grandes valores éticos.  Por el contrario, la literatura y el teatro, en particular, me expusieron a lo peor de que es capaz el animalejo humano”.  Grave y honda reflexión, a fe mía, brotada del hombre menos proclive a la demagogia y la sensiblería que haya existido.

Puyol fue, en efecto, un deportista y un hombre admirable.  Cuando el ya legendario Barcelona del cuatrienio 2008-2012 comenzó a mostrar endebleces e intermitencias en su rendimiento, todo el mundo comenzó a atribuírselas a las fluctuaciones en el juego de Messi, Iniesta o Xabi.  Nadie reparó en lo que realmente había afectado el rendimiento del club: el retiro de su capitán Carlos Puyol en 2014. 

Claro está, no era un jugador mediático, glamoroso, generador de titulares y escandalillos de tabloide.  Pero era la encarnación misma del espíritu guerrero de este portentoso equipo.  Con él Puyol ganó 21 títulos en todos los certámenes concebibles.  Mientras los demás ponían la farándula, el primadonismo y el amarillismo, él ponía su pundonor, su valentía, su indoblegable espíritu de gladiador.  Este tipo de deportistas nunca llegan a ser cracks, y sin embargo, tan pronto faltan en sus equipos, el cuadro entero se resquebraja y se viene al suelo.

Por lo que a Éric Abidal atañe, ese también se portó como un titán.  Fue sometido a cirugía tan solo dos días después de que el tumor le fue diagnosticado.  Pese a que el Barcelona no divulgó la noticia, el mundo entero del deporte se enteró de la sorda, terrible batalla que estaba librando.  Las redes sociales se saturaron de mensajes de apoyo y solidaridad para con él.  Los jugadores del Real Madrid y del Lyon empezaron a usar una camiseta en la que podía leerse: “¡Ánimo, Abidal!”.  El mismo mensaje apareció en las enormes pizarras electrónicas del estadio Santiago Bernabeu.  Durante el partido entre el Barcelona y el Getafe, el 19 de marzo del 2011, los fanáticos aplaudieron rítmicamente a todo lo largo del minuto 22 (el número de la playera de Abidal). 

Abidal levanta la Copa

Pero la remoción del tumor no alivió la dramática situación en que el jugador se debatía.  Se impuso entonces un trasplante de hígado.  Su noble compañero en la defensa del Barcelona, el brasileño Dani Alves, se ofreció para la donación.  Finalmente, fue su primo Gérard quien le hizo el don del órgano enfermo.  El día mismo en que el delicadísimo procedimiento médico le era practicado, el Barcelona apabullaba al Getafe por 4-0.  El partido le fue dedicado.  Once meses después de la operación, Abidal estaba ya alineando con el Barcelona, en partidos épicos de la Liga Española, jugando los 90 minutos.  Al día de hoy, goza de espléndida salud, y disfruta de sus años de retiro, después de haber militado en ocho legendarios clubes europeos.

Es mucho lo que podemos aprender de estos titanes, de estos espíritus enamorados de la vida, que burlan enfermedades letales a punta de pasión y de entrega a lo que hacen.  Tienen una vocación (etimológicamente, un “llamado”) de vida.  Aún la muerte los respeta y pareciese tenerles miedo.  La Parca sabe reconocer qué seres humanos le ofrecerán feroz resistencia, y prefiere prorrogar la cita con ellos.  Por supuesto que todos seremos, tarde o temprano, vencidos.  Tal es la condición humana.  Pero los hay que su hunden en el océano con la mirada fija en las estrellas, y librando una batalla memorable, vendiendo su vida al más caro de los precios imaginables.  Cuando el Titanic zozobraba, la noche del 14 de abril de 2012, su popa se elevó a los cielos, como saludando a los astros, como lanzando una postrer plegaria -y quizás también una formidable imprecación- al firmamento constelado.

Los héroes nunca mueren.  Es parte de su mística.  Como diría Jean Cocteau: “finjan llorar, queridos amigos, porque yo tan solo fingiré haber muerto”.

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