Visión CR

Mi hermana, la Muerte

Jacques Sagot, pianista y escritor

“Tal es el amor del hombre por la verdad, que desde el principio acepta la más amarga de todas” -dice Machado, por boca de Juan de Mairena-.  No.  No la aceptamos.  “Muere resistiendo, y no hagas que la muerte sea nunca justa” -pareciese responderle Senancour (Obermann)-.  De ahí viene todo el dolor del mundo: de que ningún ser humano real -no abstracto- ha jamás sido programado para aceptar la muerte. 

“No te entregues dócilmente a esa dulce noche: ¡ruge, ruge, padre, ante la agonía de la luz!” -exhorta a su “old man”, enfermo de muerte, el gran Dylan Thomas.  Estamos hechos para rugir, para resistir, para escapar, para vender caro nuestro pellejo.  La muerte nos sigue, nos atisba, nos sitia, nos embosca.  Sus acechanzas no cesan ni siquiera durante el sueño.  Dormimos con ella, nos duchamos con ella, cenamos con ella, hacemos el amor con ella, respiramos con ella.  Es ubicua, omnipresente, y está siempre presta a asestarnos el zarpazo ultimador.

“Y si los sabuesos de la muerte ladran, yo rugiré”-proclama, altivo, Victor Hugo-.  Por esa -y no por ninguna otra razón- la gente tiene hijos, por eso escribe libros, por eso hace el amor, por eso toca piano, por eso toma fotografías, por eso acumula dinero, por eso ríe, por eso filosofa, por eso se intoxica, por eso crea el cine: para no morirse.  No del todo, por lo menos.  “Non omnias moriar”: “No todo en mí morirá” -declara Horacio, en una de sus Odas-.

La historia del mundo es la historia de las mil maneras que el hombre ha inventado para no morirse.  No aceptamos la muerte, no, y bueno es que así sea.  “Toda criatura quiere perseverar en el ser” (Unamuno: Del sentimiento trágico de la vida).  El deseo, el conatus, el esfuerzo por ser, siempre ser, de que nos hablaba Spinoza.  Nunca creerle a quien pretenda lo contrario.  No morimos: somos “destituidos” de la vida.  Y, como bien dice Senancour, protestamos, y lo declaramos injusto.  Claro que es injusto, morirse: la más grande de las injusticias.  Y aunque la noción de “legado” y de “posteridad” sean confortadoras y nos proporcionen algo de alivio, atrevámonos a admitirlo: la mejor manera de vencer a la muerte sería no muriéndonos.

Hombre y mujer haciendo el amor creen gozar por y de sí mismos: ¡ingenuos!  La que está gozando es la vida, que los usa, que pronto los borrará de su libro, y que solo piensa en la especie y fermenta ya en el vientre de la mujer.  Juguetes en manos de la ciega, arrolladora Voluntad, de Schopenhauer.  Tan pronto la vida se goce a sí misma en ellos, los descartará, los aniquilará.  Su dinámica es automática e implacable: debe regenerarse: eso es todo.  Nosotros somos el instrumento y el “lugar”, el locus de este cíclico reverdecimiento.  Es a lo que nos referimos cuando decimos que el amor puede ser “trascendental”.  ¡El amor quizás, nosotros no!  Y, por supuesto, eso no nos consuela.  ¿Cómo podría hacerlo?  ¡Venir a jugar el juego de la vida, como a ella le da la gana, y después ser comido por las larvas!  ¿A mí qué me importa el “ser” o la “especie” humana, cuando yo, Jacques Sagot, número de pasaporte 1-585-675, me voy a morir? 

No es un fenómeno cultural sino antropológico: igual sufren los habitantes del Tibet como los de Nueva York, aunque algunas comunidades han dado respuestas más confortadoras a esta angustia raigal.  Y la noción de “legado”, a la que yo he apostado, no es menos ilusoria.  ¡Poner mi chance de “sobrevivencia” en eso que llamamos “posteridad”, como si esta no fuera tan frívola, desmemoriada y errática como todo cuanto tiene que ver con el ser humano!  Son posturas que asumimos mientras esperamos “a aquella que no ha de faltar a la cita” (Machado). 

La vida es un pequeño, breve estupor.  No tenemos tiempo ni de darnos cuenta de qué es lo que nos ha deslumbrado, cuando ya nos cierran los ojos.  Un ínfimo interludio de luz entre dos eternidades de tinieblas.  No creo -no puedo creer- en nada que no sea la muerte.  Que no somos inmortales es una evidencia que se cae de puro obvia.  Pero podemos, quizás, ser eternos.  Esa es la apuesta de quienes ponemos todas nuestras fichas en la quimera del “legado” (un libro, una sinfonía, un cuadro canónico).  La posibilidad de pervivencia en la historia es el bálsamo laico que le aplicamos a una herida que no cesa de supurar: esa eternidad teológica en la que ya pocos creen.  Su sucedáneo inevitable, en una era historicista, laica y humanista hasta la médula, como lo fueron los siglos XVIII, XIX y una buena parte del XX. 

Sí, la historia -nuestro nuevo paraíso- nos ofrece un chance, por ínfimo que sea, de perennidad: nuestro nombre vivirá bajo la forma de una novela imperecedera, de un monumento en un parque, de una avenida bautizada en nuestro honor… ¡yo qué sé!  Si no nos espera “una infinidad de vida infinitamente feliz” (Pascal), ¡pues que por lo menos podamos tener un capítulo enteramente dedicado a nosotros en los libros de historia!  Apresúrense, entonces, amigos y amigas, a saltar al buque de la posteridad, porque son muchos los que ya van a bordo -en cuenta algunos gigantes a los que será difícil desplazar: Platón, Shakespeare, Beethoven-, el cupo es limitado, y la mayoría se quedará pegando alaridos de terror e impotencia desde el litoral, viendo el barco de la memoria colectiva aparejar sin ellos.

Además, recuerden que no es mucho, ser una línea a pie de página entre millones de libros, entre millones de bibliotecas, entre millones de seres humanos… ¿quién conservará los archivos para siquiera ubicarnos?  Y lo peor de todo: desde Alejandría, sabemos que lo propio de las bibliotecas es quemarse y quedar reducidas a cenizas.  Es lo que descubre, con indecible amargura, Bérenger I, el rey moribundo de Ionesco, que, embriagado en su poder, jamás contempló el prospecto de morirse, y debe ser iniciado en la muerte… en un “curso intensivo” de hora y media.  “La filosofía no es otra cosa que aprender a morir” -nos dice Montaigne-.

Ni Sócrates, ni Jesucristo, ni Mahoma, ni Buda, ni el Dalai Lama, ni el más sabio de los sabios (rimpoché, cardenal, rabino, imán, augur, filósofo) aceptará jubiloso y sereno su muerte.  ¡Y desconfiemos, en particular, de los dioses: son los que menos saben morir!  “Padre, Padre, ¿por qué me has abandonado?”  Por eso se aferran a nosotros -su residencia-, se cuelgan de nuestra historia desesperadamente, retrasando siempre nuestra penosa caminata por el mundo.  Nada agoniza tan lenta y penosamente como las religiones: son die hard entities.  Pero también terminan por morir.  Van languideciendo, quedándose rezagadas, famélicas, prendidas de nuestros pescuezos durante siglos, milenios.  La de los sumerios, etruscos, hititas, babilonios, fenicios, egipcios, griegos, romanos, hinduistas, mayas, aztecas, cristianos, musulmanes… todas se auto-proclamaron, en su momento, eternas, universales y absolutas.  Con lo que no contaban es que en el mundo de los hombres, lo “universal”, “eterno” y “absoluto” suele no pasar, en el mejor de los casos, de algunos siglos. 

El animismo tiene diez mil años, el vudú tiene ocho mil, el judaísmo cinco mil, el cristianismo dos mil, el islam no llega a mil quinientos.  ¡Valiente eternidad, la nuestra!  No es una palabra que, en realidad, tengamos siquiera derecho de usar, “eternidad”… demasiado grande para nosotros.  Debería declararse una moratoria por tiempo indefinido sobre su uso. 

Y no puedo evitar preguntarme, como Valle-Inclán al final de su Sonata de invierno, ¿qué podría compararse a la soledad y abandono de un dios que ve extinguirse lenta, inexorablemente, su culto?    

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