Jacques Sagot
Es después de los cincuenta años de edad cuando Beethoven, completamente sordo (el envenenamiento con plomo es la más reciente explicación dada a su trágica afección), compone sus mejores obras: la Novena Sinfonía, la Missa Solemnis, los últimos seis cuartetos de cuerdas, las postreras sonatas para piano y las Variaciones sobre un tema de Diabelli.

Monet estaba ya paralizado, víctima de un derrame cerebral, cuando, con el pincel amarrado al brazo -cual una continuación física del cuerpo- concibió los más enrarecidos y abstractos de sus lirios y nenúfares. Su hijo Claude le sostenía a la izquierda la paleta, el siempre generoso y exquisito Jean Cocteau, sentado a su derecha, le daba a probar cada minuto su irrenunciable cigarro.

El poco conocido compositor inglés Frederick Delius, contemporáneo de Debussy y Ravel, se hundió, durante los seis últimos años de su vida, en la parálisis y la ceguera absolutas, tremenda devastación de la sífilis llegada a su estado ternario. Edward Fenby, un estudiante que le admiraba con devoción, pasó a hacer las veces de su amanuense, tomando dictado musical según los canturreos del compositor, a la sazón incapaz de movilizarse siquiera hasta el piano.
¿Y qué pensarían ustedes de un fotógrafo ciego? Pues por ahí está. Se llama Evgen Bavcar, es esloveno, nacido en 1946, vive en París, expone con frecuencia su fotografía conceptual, sus construcciones hechas con lo invisible… Alguna vez, de paso por Costa Rica, fotografió a nuestro país: una mujer color sepia sosteniendo dos baldes colmados de agua: su metáfora visual para una franja de tierra entre dos océanos. Muchas de sus fotografías son montajes por superposición, una técnica complicada incluso para cualquier vidente.

Perdió la vista a la edad de once años, producto de dos accidentes consecutivos. A los dieciséis tomó su primera fotografía: una imagen de la mujer que amaba. Sostiene la cámara con la boca, y captura la imagen según las indicaciones de la persona fotografiada. Ha estudiado a tal punto los cuadros canónicos del museo del Louvre, que es capaz de dirigir una visita guiada, y señalar detalles pictóricos en los que ningún vidente ha reparado.
Podría seguir enumerando casos en la frontera de lo imposible. Esa frontera que el ser humano empuja, y empuja, y empuja, y que de frontera termina convirtiéndose más bien en desafío y acicate. Beethoven, Monet, Delius, Bavcar… para esto hay un nombre: pasión. Cuando el gozo de crear es tan grande, aun la muerte se hace a un lado. El hombre convoca a todas las potencias de su cuerpo y de su espíritu para que secunden su faena creativa… y que se hagan a una lado las sorderas, cegueras y parálisis de todo jaez. La voluntad humana es un tsunami: arrollará lo que se le meta en el camino. Aún más, lo convertirá en instrumento para la creación, del impedimento hará un aliado, del dolor una máquina alquímica: por un lado le echan amarguras, por el otro extraerá el oro de la belleza poética. Es lo que se llama “convertir una debilidad en fortaleza”.
Lo único que no puede caerse es el gozo de vivir, que en el artista es también el gozo de crear. Que le den al creador limitaciones, y él, como Napoleón erigiendo su propia estatua con el bronce fundido de los cañones enemigos, hará de ellas apertura de horizontes nuevos. Sin la sordera el camino musical de Beethoven hubiese quizás evolucionado hacia un “bien portado” clasicismo.
Sin la parálisis y la ceguera Delius no hubiera producido esas últimas obras que, muy por encima de todo lo anteriormente compuesto, le valdrían la inmortalidad. Sin ese pincel precariamente amarrado de la mano rígida, Monet no hubiera nunca salido del impresionismo, para abrir las puertas del abstraccionismo en sus últimas, difusas, casi subacuáticas composiciones. Y solo un ciego puede hacerse vidente a ciertas conceptualizaciones, a metáforas plásticas y oníricas concepciones que, de lo contrario, estarían demasiado “contaminadas” por la realidad visible.

Lo más conmovedor es que, en los cuatro casos mencionados, los artistas exploraron, después de las catástrofes existenciales a que se vieron sometidos, sendas estilísticas que hasta entonces no habían hollado, y de las cuales iba a brotar lo mejor de su producción: no solo siguieron adelante, sino que descubrieron parajes estéticos inéditos. Por poco se siente uno tentado a decir que en tales casos la limitación constituyó la condición misma de posibilidad para encontrar el más puro, el más verdadero de sus lenguajes.
Beethoven, un sordo que escuchaba el infinito; Delius, un ciego que “veía” su música antes de oírla; Monet, un parapléjico capaz de dar a sus cuadros la coreográfica fluidez del agua; Bavcar, fotógrafo de imágenes que solo existen en su universo interno… ¡Chapeaux bas! ¡Y pensar que los hay hoy en día que se quejan y se refugian entre las cobijas por un simple resfriadillo o un momentáneo dolor de barriga!
Pero la lista no termina aquí. Hay otros héroes que producen, producen, y producen, llevando las más terribles afecciones en la mochila, ahí guardaditas, pero amenazando siempre con escapar. La terrible espada de Damocles… Crean sin cesar, sabiendo que el sable puede caer en cualquier momento y partirles la cabeza. Ya la muerte se ha sentado a charlar con ellos, ya les ha dicho cuánto los codicia, ya les ha anunciado su inminente visita, ya les ha prometido pasar por ellos en el momento menos pensado. Pero en el éxtasis de la creación, estos seres humanos de excepción se hacen incluso respetar por la Parca, y ella prorroga, una y otra vez, su visita. La creación es, en estos casos, una estrategia de vida. Una aliada de la vida. Un hontanar de vida. Como dicen los anglosajones: “When the going gets tough, the tough keep going”.
Ya habrán quienes hablen de ellos y les den el lugar que merecen en la historia del arte y del espíritu humano. De eso estoy seguro. Es una certeza cartesiana, matemática, apodíctica: como decir que 2+2 = 4.

Cuando a Franz Liszt le aconsejaban sus colegas preocuparse más por la promoción de sus obras y no prodigarse tanto divulgando la música de sus colegas, él se limitaba a responder: “Mi tiempo llegará. Yo sé esperar”. Esperó, sí, y en efecto su era llegó. Fue un compositor que, para citar la irónica observación de Nietzsche, “nació póstumo”.
La fuerza de voluntad y la pasión son lo único que puede dignificar nuestras vidas. Ningún animal es capaz de ellas. Constituyen una especificidad psicológica y antropológica de la criatura humana. El combustible y el músculo del espíritu. Cito, para terminar esta breve reflexión, al gran poeta Robert Frost: “En dos palabras puedo resumir todo lo que sobre la vida he aprendido: sigue adelante”.
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