Jacques Sagot, Visión CR
Torneo de ajedrez ciudad de Linares, España, febrero y marzo de 1994. La justa internacional más prestigiosa de este deporte, que es también ciencia, y por encima de todo, poesía. El certamen convocaba, en estricto orden de excelencia y puntaje ELO, a los catorce mejores jugadores del planeta. Ahí estuvo el campeón de la Professional Chess Association (PCA), Gary Kaspárov; el campeón de la Fédération Internationale des Echecs (FIDE), Anatoly Kárpov; y dos futuros campeones del mundo: Viswanathan Anand y Vladimir Kramnik.

Se enfrentan Anatoly Kárpov y Veselin Topalov. Piezas blancas para el primero, negras para el segundo. Kárpov “pierde” una torre… ¡Cielo santo: es un gazapo descomunal, una pifia de principiante! La gente, en el auditorio, murmura: “Pobrecito Kárpov, ya no debería estar jugando, es penoso ver a un excampeón mundial cometer este tipo de blunders”.

Kárpov, entretanto, permanece inescrutable como la esfinge de Giza… solo que con nariz.
Pero el via crucis de Kárpov no temina ahí: unas jugadas más tarde, entrega su segunda torre. Esto es cruel, inhumano: el juego del gato con el ratón. La gente deja escapar un rumor, un bisbiseo de desaliento y de piedad: “No, no, no… yo mejor me voy: sufro viendo al gran Kárpov caer de una manera tan estrepitosa, tan infantil”. El propio Topalov captura la torre sin poder reprimir un arrogante acceso de risa. Vuelve a ver al público, y se encoge de hombros, como diciendo: “¿Qué quieren que haga? ¡Si él me regala las torres, pues yo no puedo menos que devorarlas!”
Kárpov permanece pétreo, hierático. No es ya la esfinge de Giza, sino una de las estatuas monolíticas humanoides de la Isla de Pascua. Rostro cuya expresión consiste justamente en la ausencia de toda expresión. Cara de jugador de póker. Acodado sobre la mesa, la cabeza y la mirada clavadas en el tablero, todo el dorso en posición de saeta apuntando a la cabeza de su rival.
Y entonces empieza a producirse un fenómeno que nadie vio venir. Después de la captura codiciosa de las dos torres “envenenadas”, Topalov cae en posición de Zugswang : todas sus movidas son obligadas, pierde el control del juego, haga lo que haga, está en jaque, y jaque, y jaque, y jaque… No tiene libertad de hacer otra cosa que esconderse, proteger a su rey amenazado, acorralado, sitiado hasta la asfixia. Ya no era “jaque”, sino “ja jaque mate”, el divertidísimo café-concert que montó el Teatro del Ángel en Costa Rica, allá en el año 1974. Topalov se había comido las torres “emponzoñadas” que Kárpov le había “regalado”, ganando ventaja material, pero perdiendo todo desde el punto de vista posicional. Mordió el anzuelo, cayó en el cepo fatídico y maquiavélicamente tramado por su formidable rival.
La audiencia estaba ahora perpleja, desconcertada, ya no entendía nada de lo que estaba pasando. Kárpov seguía impertérrito, mientras Topalov iba palideciendo y asumiendo una expresión de “doom”, de hombre condenado al patíbulo cuando el confesor llega a la celda, para administrarle la extremaunción. Crispado, nervioso, jadeante, el ceño fruncido, la sonrisota que se le había congelado en un doloroso rictus de incredulidad. ¡Esas torres “regaladas” con todo desparpajo: it was too good to be true, algo debía de estar fermentando en la laberíntica mente de Kárpov, y no había sabido oler el peligro!

Después de siete jaques consecutivos, en la movida 39, Topalov cae vencido. Kárpov “extirpó” “quirúrgicamente” todos sus peones en el centro del tablero. Lo envolvió lentamente como una boa constrictora, con su ajedrez armonioso, sinuoso, que derivaba su fuerza de la acumulación de pequeñas ventajas, más que de espectaculares combinaciones o intercambios. El mejor jugador “posicional” de la historia, junto a quien fuera su ídolo, José Raúl Capablanca. Exactitud de computadora, sangre fría, mil toneladas de granito puro. Un búnker inexpugnable. La lenta, metódica estrangulación de la serpiente, la asfixia de su rival. No era centelleante, espectacular como lo fueron Tahl, Fischer o Kasparov. Lejos de ello, su ajedrez era laborioso, paciente, el asedio de la fiera que, silente y taimada, atisba a su presa largo rato antes de asestarle el zarpazo ultimador. En cierto modo, esta partida, con los inusitados, impensables sacrificios de torres, es atípica dentro del legado de Kárpov. Nos lo muestra mucho más espadachín y acróbata de lo que nadie hubiera podido sospechar.
Kárpov ganó el torneo de Linares 1994 con la mejor performance de la historia de los torneos ajedrecísticos : 9 victorias, 4 empates, 0 derrotas. Once puntos de trece posibles. Un rating de 2 900. Jamás igualado. Y era ya, a la sazón, un jugador viejo, un “has been”, un virtuoso en declive. ¡Pero así se despiden los grandes: la proa del barco busca siempre las estrellas, mientras zozobra lentamente en el océano! ¡Hundiéndose entre señales luminosas, cañonazos y la orquesta tocando en el puente hasta el último minuto!

Cuando Topalov, aturdido y literalmente mareado por el vértigo de su rival, le extiende la mano a Kárpov y vuelca su rey, todo el auditorio estalla en un aplauso, un fragor, una ovación que hubiera podido ser registrada por cualquier sismógrafo del planeta. No habría sido menor el delirio si se hubiese tratado de un gol anotado en el último minuto por el Real Madrid en el estadio Santiago Bernabéu, en el contexto de la final de una Copa de Campeones de Europa. El ajedrez, contrariamente a lo que mucha gente cree, también puede euforizar y embriagar a sus hinchas.
Kárpov jugó con audacia e intrepidez, pero no temerariamente, y fue premiado por ello. Su triunfo ante Topalov figuraría, sin la menor duda, en cualquier lista de las diez mejores partidas en la historia del ajedrez. Tiene una dimensión universal, trans-histórica, es patrimonio de la humanidad. Un monumento. Una gloria para le especie humana.
Atención a este punto: después de su primer sacrificio de torre, Kárpov no se limitó a anticipar las siguientes veinte movidas: ¡visualizó todas ellas más sus posibles variantes y desarrollos, es decir, que la magnitud de su proeza es exponencial, geométrica: 20 a la décima potencia! Fue “El Jardín de los senderos que se bifurcan”, de Borges.

José María Sánchez-Verdú –un músico enamorado del ajedrez– estima que el esfuerzo mental requerido para componer una obra como la Ofrenda Musical de Bach es comparable –como proeza mental, no hablemos del factor inspiración– a la faena consistente en jugar sesenta partidas de exhibición a ciegas, y ganarlas todas. Bueno, pues el prodigio intelectivo que supone la partida de Kárpov ante Topalov se encumbra a similares alturas, se codea con este nivel de excelencia. Es un himno a la infinita capacidad de la mente humana, una revelación de su fantástico, inimaginable poder.
¡Ah, “Tolya”, viejo Kárpov, más poeta que deportista, visionario, coreógrafo de las 32 piezas y los 64 escaques del ajedrez, yo te saludo, y beso tus manos dispensadoras de maravillas y artífices de milagros que expanden nuestro conocimiento del cerebro humano tanto como la moderna neurobiología! Es bello, descubrir de cuántas cosas prodigiosas es capaz nuestro intelecto, cuando es cultivado adecuadamente. Esa partida basta para devolverme la fe –siquiera momentáneamente– en la criatura humana, y al analizarla siento que en la milenaria curva que nos lleva del simio al ángel estamos mucho más cerca del segundo que del primero. Desde la médula de mi corazón, gracias, maestro.
Que buen artículo