Jacques Sagot, pianista y escritor.
Comienza el año. Con tribulación, angustia, pesadumbre quizás. Ustedes saben: lo propio del vivir. Pero hay una facultad que se llama amor a la vida, fuerza de voluntad, capacidad para transformar el dolor en belleza, en plenitud. Alquimistas que somos, dotados del poder de transmutar la porquería que la vida nos inflige en oro. Comparto con ustedes tres testimonios: seres grandes, que encontraron en su calvario una cantera insospechada para generar luz.
En 1577 San Juan de la Cruz es encerrado en un calabozo de Toledo, víctima de la persecución religiosa. Ocho meses sin luz, a pan y agua. ¿Qué hace? Escribe, en las paredes de su celda, las primeras treinta y un estrofas de su Cántico Espiritual. Las memoriza y las canta día y noche –para estupor de los guardas– a fin de preservar la lucidez.

La obra se convertiría en uno de los pilares de la poesía mística española, en un himno a la fe, pieza de antología de la lírica universal. Por cierto, carente de papel y de tinta, el poeta opta por escribir sus versos sobre los muros de su celda, y para ello usa un palito de madera… y los pigmentos de su propio excremento.
Así son los grandes artistas: no usan tinta, sino sangre, sudor, ácido pancrático, bilis, y la totalidad de su ser psicofísico convocado en el acto creativo.
Oilvier Messiaen, uno de los más grandes organistas y compositores franceses, cae en 1940 en manos de los nazis. Es recluido en el campo de Görlitz. Descubre, entre los prisioneros, a un violinista, un chelista y un clarinetista.
En el despacho del comandante del campo hay un pianillo vertical, destartalado, desafinado. Pues aprovecha su confinamiento para componer su monumental “Cuarteto para el fin de los tiempos”, que estrena en enero de 1941, al aire libre, quince grados bajo cero, con prisioneros de guerra, guardas armados hasta los dientes, y perros dóberman a guisa de público.
Una obra maestra que imprimió un golpe de timón a la historia de la música.

Me reservo para el final la historia de la pianista judía Eva Furstman. Arrojada el infierno de Treblinka en 1942. Los nazis se enteran de que es pianista. Le dan portazos sobre las manos. Destrozadas quedan, virtualmente, todas las falanges. Quien ha padecido estas fracturas sabe lo lenta que es su recuperación.

Eva, en su celda, encuentra una mesa de madera tosca, rugosa. Sobre su superficie dibuja con barro un teclado: los patrones de teclas negras (en grupos dos y tres alternativamente) y blancas.
De noche, cuando los guardas no la vigilan, y a la luz de un cirio, estudia las sonatas de Mozart –única partitura que había logrado llevar consigo y que conservaba como un preciado tesoro–. Imagina los sonidos de su piano virtual, digita, practica, memoriza las obras.
Y al ser liberada, tres años más tarde, reemprende, con sus dedos fracturados, su carrera de concertista. Así devendría una de las grandes intérpretes de Mozart del siglo XX. Un Mozart brotado, como una flor espléndida, en medio del pantano, de la marisma y las tinieblas.
Sí, amigo, amiga, comienza apenas el año. ¿Se siente atrapado? ¿Puertas que se cierran, horizontes que se angostan hasta la claustrofobia, porvenir que pareciese carecer de sentido? Pues sepa esto: nunca ha sido usted tan fuerte, nunca ha tenido mejor oportunidad de “tomar al destino y torcerle el pescuezo” (Beethoven). Es su momento para la grandeza, para explorar los filones de energía y reservas morales que en usted dormitan. La alquimia, la alquimia: la capacidad para transformar el dolor en belleza, en poder, en sabiduría. No la desperdicie.
Agregar comentario