Visión CR

Offenbach: mujeres, cancán, champaña, y lágrimas

Jacques Sagot, Visión CR.

La sonrisa tras las lágrimas

Por principio hay que desconfiar de los guasones, los bromistas, la gente que ríe más de la cuenta y parece siempre alegre.  Con frecuencia se trata de melancólicos disfrazados, de seres que han aprendido el arte de reír a través de las lágrimas.  Tal es el caso de Jacques Offenbach, el compositor francés que anegó en música y regocijo al París de la segunda mitad del siglo XIX.  Sí, sí: es el autor del celebérrimo cancán francés, el que se oye todas las noches en El Molino Rojo, sobre la calle Pigalle, de París. 

Splits grands écards.

Ese en que las bailarinas alzan sus faldas, exhiben sus botines, el bordado de sus prendas íntimas y ejecutan sus inverosímiles splits y grands écarts, dejándose caer al suelo una tras otra con las piernas abiertas.  Este cancán está tomado de la obertura para la ópera cómica Orfeo en los infiernos, uno de los grandes taquillazos de Offenbach. 

Recordemos, amigos, que en la tradición francesa, el término “opéra comique” no significa necesariamente una ópera humorística, sino simplemente una ópera en la que los segmentos musicales alternan con secciones habladas.  Carmen, que es una tragedia llena de dolor, celos, sangre y torvos personajes es, técnicamente, una ópera cómica.

El melancólico a pesar suyo

Judío alemán hijo de un cantor de sinagoga en Colonia, Offenbach desarrolló su carrera y construyó su legado enteramente en París, y pasa por ser uno de los íconos musicales de la Francia de la Segunda República (1842-1852), el Segundo Imperio (1852-1870) y la Tercera República (1870-1940).  Su música alcanzó el ápex de la popularidad durante la dorada década de la Belle Époque, que sobrevino unos veinte años después de su muerte.  Para citar la famosa y un tanto alardosa frase de Saint-Saëns, “componía música con la naturalidad con que un manzano producía manzanas”.  Nos legó más de cien operetas, y tres óperas (la primera fue un fracaso, la segunda es Los cuentos de Hoffmann, obra inmortal que dejó inconclusa, pero tiene un lugar sólido en el repertorio universal). 

Evoquen nomás la famosa Barcarola, esa que Roberto Benigni usó tan conmovedoramente en la película La vita è bella, cuando ambos esposos se comunicaban, en la gélida noche del campo de exterminio, por medio de esta melodía, tocada en una vieja tornamesa y con la ayuda de un megáfono.  Es un arrullo, una berceuse, un lullaby, o lo que los andaluces llamarían un arrorró: el dulce mecimiento que conduce al sueño y la paz del alma.  Y no me digan que en esta piecita no hay algo de melancolía, de tenue nostalgia, de yearning, de anhelo no colmado: ese era el verdadero Offenbach: un nostálgico travestido de humorista.  También nos regaló el ballet Le papillon, y una cornucopia de valses, polcas, musetas, mazurcas, gavotas, marchas, minuetos, polonesas, escocesas… suites de danzas populares en la época, música de salón de primerísima línea. 

El gran pianista y compositor polaco Moritz Rosenthal arregló diecinueve de estas miniaturas y construyó con ellas el popularísimo ballet Alegría parisién, que dio origen a una legendaria coreografía de Léonide Massine (miembro de los legendarios Ballets Russes de Serge Diaghilev, que coreografió música de Debussy, Ravel, Satie, Stravinsky, Falla, Poulenc, Prokofiev y muchos más, con artistas del calado de Tamara Karsavina y Vaslav Nijinsky en sus filas).

  

En este mosaico de melodías deliciosamente pegajosas, Offenbach pone a bailar y a soñar a toda Europa.  Pasa del lirismo a la fanfarria, del humor al ensueño, de la marcha militar a la barcarola, del cancán al tierno arrullo, del idilio amoroso a la más fogosa acrobacia dancística. 

Offenbach también le puso música a unos cincuenta poemas de Alfred de Musset, Théophile Gautier y el fabulista La Fontaine (contrariamente a lo que algunos creen, uno  de los más grandes genios poéticos de la lengua francesa).  Nuestro compositor era un chansonier natural, innato.  Todo París canturrreaba sus tonadas, la ciudad trotaba al ritmo de sus galopes y sus polcas: era un compositoruniversalmente amado.  Con frecuencia parodiaba a sus colegas: la gente rodaba de la risa por los pasillos de los teatros al oír sus caricaturas musicales.  Meyerbeer, Auber y Donizetti tomaron el gesto con simpatía, pero Berlioz y Wagner se sintieron profundamente ofendidos.  Tan belicoso y pomposo como siempre, este teutón mal encarado tomó represalias escribiendo una serie de versos extremadamente escatológicos sobre su risueño caricaturista.  Es imposible no admirar la música de Wagner.  Es imposible admirar su personalidad.

Un alma exuberante

Offenbach abandonó la fe judía y se convirtió al catolicismo a fin de casarse con la que sería la esposa de toda su vida: Hérminie.  Veinticuatro años él, diecisiete ella.  Hérminie le proporcionaría estabilidad emocional, apoyo moral, y lo preservaría una y otra vez de la bancarrota, pues Offenbach padecía de una exasperante y patológica tendencia al despilfarro.  También Mendelssohn abjuró de su judaísmo para casarse con Cécile Jeanrenaud, la hija de un pastor protestante.  De estos esponsales brotó la magnífica Sinfonía de la Reforma, su quinta y última excursión en este género. 

Junto a la esposa de toda su vida: Hérminie, y su familia.

Todo en la vida de Offenbach fue exuberante: su música, su prodigalidad melódica, el volumen de su obra, su sentido del humor, su oculta melancolía, los argumentos de sus operetas, sus ritmos enardecedores que invitan de manera irresistible a la danza.  Añadamos a esto que fue un inmenso chelista, uno de los mejores de su época, un virtuoso en el sentido moderno de la palabra.  Hemos de perdonarle, a lo sumo, alguna travesurilla que perpetró a lo largo de su por demás ejemplar matrimonio…  Era inevitable: se movía entre una pululación de bailarinas, coristas, cantantes, figurantes, músicos, libélulas de toda suerte, ¡tan gráciles y hermosas! ¡Y él era el “macho alfa” del corral! ¿Hemos por ello de lincharlo o despellejarlo vivo?  No me miren a mí.  Mi juicio sería probablemente severo, pero me temo que estaría dictado por la envidia más que por el celo ético.

La joie de vivre

Offenbach era, por encima de todo, un enamorado de la vida.  Sí, por supuesto que se dejó imantar por las bellas mujeres que surcaron su firmamento, pero además era un chef culinario reconocido, un sommelier de grandes atestados, un gastrónomo refinadísimo, con un gusto especialmente depurado por la comida en aquel momento juzgada “exótica”. 

Organizaba grandes comilonas en las que él hacía las veces de maestro de ceremonias: preparaba los platos, proveía la música, contaba los chistes, y se auto-parodiaba, para la hilaridad general, en varios de sus roles operáticos.  Era un formidable imitador, un impersonator cuyas especialidades eran Napoleón II, Napoleón III, Berlioz, Liszt, Bizet, Gounod, Saint-Saëns, Sarah Bernhardt, Baudelaire… y para su biliosa rabia, Wagner (añadamos que también imitaba a sus grandes héroes, forrado en pieles de vikingo, con lanzas y aparatosas cornamentas: Sigfrido, Brunhilda, Wotan, Lohengrin, Tristán, Isolda… era de nunca acabar).  Caricaturizaba la voz tipluda de las sopranos como la voz cavernosa y autoritaria de Wotan…  Realmente, amigos y amigas, si hay un gran compositor en la historia de la música con el cual podríamos compartir una cena sin sentirnos nerviosos o sobrecogidos, ese era Jacques Offenbach.

El rostro: mapa del alma

Offenbach se hizo retratar y fotografiar con fruición.  Le gustaba exhibir sus noeuds de papillon, su saco con espeso cuello de mink, sus capas de anchas solapas, esos anteojillos que eran su firma fisionómica, finos, amarrados a su vestido por una cadenita, y detrás de ellos lo que creo que debía enamorar a toda mujer que hacia él gravitara: sus ojos animados por una expresión de ironía, de humor, de exquisito sarcasmo, y de una profunda inteligencia. 

Offenbach era irremediablemente adorable.

Sus labios finos, su barbilla diminuta pero exquisitamente burilada, su cráneo desprovisto de pelo, que crecía largo en la nuca, y como para compensar la falencia, un bigote primorosamente cuidado, y una barba que brotaba exuberante hacia los lados de su cara, y enmarcaba su rostro hermosamente semita.  Era vanidoso, nuestro compositor, y podía ser frívolo, pero jamás vulgar o zafio.  Ahí está, todo él, en su bellísima música, una música que tiene la virtud de la inmediata accesibilidad, que nos hechiza desde el principio: algo que solo podría haberlo hecho un seductor inveterado. 

Pero de nuevo, amigos, no se dejen engañar por las caretas: hay una subterránea corriente de dulce melancolía que irriga su música, tan asociada a las fiestas y francachelas de toda suerte.  Si aguzan sus oídos, podrán sentir el sordo rumor de esta tristeza: es también el caso de Gershwin, Bizet, Rossini y Bellini.

Sonríanle, y él les sonreirá

Offenbach dignificó el género de la opereta: en sus manos deja de ser una forma liviana y palaciega, para convertirse en un vehículo capaz de expresar todos los sentimientos imaginables y aun de empuñar el estilete socio-crítico.  En ellas satirizó y se mofó muchas veces del Segundo Imperio y de Napoleón III, pero el reyezuelo era tan estúpido que no entendió la parodia de que era objeto, y le concedió a Offenbach la ciudadanía francesa y la Legión de Honor: cosas que suelen sucederle a los déspotas no ilustrados. Offenbach: bufón, melancólico, satírico, sarcástico, hedonista, humorista, irreverente, goloso, dispendioso con sus bienes y su talento… tenía todos los defectos del mundo, y justamente por eso era irremediablemente adorable.

Agregar comentario

Deja un comentario