Visión CR

Cuando el fútbol desemboca en la demencia colectiva

Jacques Sagot, Visión CR.-

Estaba yo en primer grado de la escuela.  Recuerdo ver las fotos del Armagedón en los periódicos, y sentirme asustadísimo por la inusitada violencia que revelaban.  Me refiero a la “guerra del fútbol” o “guerra de las cien horas”, ocasionada por un partido en el que Honduras y El Salvador disputaban una plaza para el mundial 1970, en México. 

Las razones de fondo de esta conflagración fueron, por supuesto, políticas, demográficas y económicas, pero el fútbol fungió como detonante.  El Salvador terminó por asistir a la justa.  Cada minuto que jugó en este campeonato costó aproximadamente diecinueve vidas.  Murieron alrededor de 6 000 civiles, y fueron heridos 15 000.

El gol que le dio el triunfo a El Salvador.

Como consecuencia de la reforma agraria hondureña que implementó el presidente Oswaldo López Arellano, cerca de 60 000 de los 300 000 salvadoreños indocumentados que vivían en suelo catracho fueron forzados a regresar a su país.  El Salvador –entonces la nación más industrializada de Centroamérica– no tuvo la capacidad necesaria para reabsorber semejante reflujo demográfico, y su situación social se deterioró ostensiblemente: cundieron el desempleo, la criminalidad y la mendicación.  La imposibilidad para reinsertar económicamente a los deportados generó miseria y atizó la guerra civil que durante décadas asolaría al país.  El Mercado Común Centroamericano (MCCA), diseñado por los Estados Unidos para neutralizar los efectos de la Revolución Cubana, terminó en ruinas.  Los militares fueron glorificados en ambos países, y coparon el poder definitivamente. 

En El Salvador, durante las elecciones legislativas que siguieron, la mayoría de los candidatos del Partido de Conciliación Nacional (PCN), a la sazón en el gobierno, y miembros del Ejército, orquestaron una épica apología de su papel en el conflicto, y salieron victoriosos en las elecciones de diputados y alcaldes.  El fútbol (guerra lúdica) había encendido la chispa que desataría una guerra real: caminos sembrados de cadáveres y la barbarie que corría desnuda por las calles, en todo su obsceno, horripilante esplendor.  De la muerte simbólica (una derrota deportiva) a la muerte efectiva, física, palpable.

¡Cada víctima tenía hijos, padres, esposas, hermanos, amigos! 

Sí, en efecto, onerosísimo precio, para asistir a un mundial en el que, además, El Salvador quedó en último lugar, perdió sus tres partidos, y no marcó un solo tanto.  Hubiera sido inaceptable aun cuando hubiesen ganado el campeonato.  Y para ello, miles de microcosmos humanos devastados: la muerte adquiere una repercusión exponencial: ¡cada víctima tenía hijos, padres, esposas, hermanos, amigos!  Estas cosas sucedían en la Centroamérica de 1969.  Ambos países desempolvaron armas de fabricación estadounidense, que yacían durmientes desde fines de la Segunda Guerra Mundial.  La armada salvadoreña sitió Tegucigalpa, y la OEA debió intervenir para apagar lo que amenazaba con convertirse en una conflagración absolutamente incoercible.  Jamás hubo guerra justa: hablar de tal cosa es una contradicción en los términos.  Toda guerra es aberrante, absurda: la derrota de la razón y el triunfo del depredador territorial y hegemonista que llevamos dentro.  ¡Pero una guerra por un pinche partido de fútbol!  Surrealismo puro.

El primer partido clasificatorio se jugó en Tegucigalpa: ahí ganó Honduras por 1-0.  El segundo tuvo lugar en San Salvador, y se impusieron los dueños de casa por 3-0.  La diferencia de goles no contaba, de modo que se tuvo que oficiar un partido de desempate en territorio neutral.  Este fue el choque que tuvo lugar en el Estadio Azteca, México D. F.,  el 27  de junio de 1969, donde, como ya lo mencioné, los cuscatlecos doblegaron a los catrachos por 3-2. El capitán del equipo salvadoreño, Mauricio Rodríguez, autor de uno de los goles de su país, declaró: “Jamás me imaginé lo que mi anotación iba a provocar.  Mil veces hubiera preferido botar el gol que nos dio el triunfo.  Mil veces, mil veces, mil veces…”–Y lloraba al decirlo–.

La ira estalló entre las dos torcidas.

Pese a que la policía mexicana sabía que este era un partido de altísimo octanaje, y sembró efectivos por todo el estadio y sus inmediaciones, la ira estalló entre las dos torcidas, y los miembros de la fuerza pública mexicana no pudieron hacer más que lo que haría un dique de castores ante un tsunami.  Ahí mismo comenzó la carnicería.  Pronto pasaría a la frontera entre ambos países.  El Salvador, con mejor ejército que Honduras, invadió su territorio y llegó ad portas de Tegucigalpa, abatiendo civiles y soldados por igual.  Por su parte, Honduras se defendió de la afrenta a su soberanía, y mató a miles de invasores… y la herida eternamente sangrante de los civiles, víctimas inocentes de la vesania de las naciones.

La hexagonal de Concacaf clasificatoria de los recientes campeonatos mundiales ha roto, en la región, todos los índices de odio y xenofobia de que guardo memoria.  Vale la pena, amigos, amigas, hojear la historia del fútbol, que es también la del mundo: ambas, sangrantes y llenas de heridas que aún supuran.  Tal cual vi los ánimos abrasarse en la llamarada del odio ciego, del odio puro, del odio irracional durante estos procesos clasificatorios, creo que los países de la región corren hacia el abismo.  Ya han agotado todos los recursos de la agresión verbal y gestual, y se han atrevido a algunos gestos físicos –tirarle proyectiles peligrosos al bus del equipo rival–.  Un paso más, y habremos desatado una saturnal de la muerte.

En 2103, siendo yo embajador de Costa Rica ante la UNESCO, me tocó ir al Estadio Nacional en compañía de mi homólogo de México, a ver un partido entre Costa Rica y la siempre poderosa Tenochtitlán.  ¡Cielo santo: cuánta vergüenza experimenté al oír las expresiones de odio de nuestra torcida contra el pueblo mexicano!  ¡Ganas me daban de desmaterializarme, de derretirme, de que me tragase la tierra!  ¡En aquel momento, en aquel recinto, ser costarricense equivalía a pertenecer a la canalla más vil, ruin, zafia y violenta de los tiempos modernos, apenas un poquito por encima de los antropófagos de la Guinea profunda!  Mi colega mejicano me veía con conmiseración, y me decía una y otra vez que no me preocupase, que él conocía el nivel de pasión que el fútbol solía encender.  Pasión sí, pero es que lo que esa noche se vio en ese manicomio iba mucho más allá de la pasión: eran 35 000 íncubos y súcubos del averno vociferando inimaginables procacidades contra 11 jugadores que se limitaban a luchar por su lugar en el campeonato Brasil 2014.  Fue terrible.  Fue una pesadilla.  Fue una experiencia que, literalmente, me enfermó en alma y cuerpo. Siempre agradeceré la comprensión y la empatía del señor embajador de México…  No puede haber sido fácil, oír aquel diluvio de denuestos sobre su país, ese cuyo único pecado consiste en haber sido siempre superiores a nosotros futbolísticamente.

A la luz de esta aciaga vivencia, y del crescendo de violencia verbal y física que he estado percibiendo en las aficiones de los equipillos –porque no otra cosa son– de nuestra región, yo evoco la “guerra del fútbol” escenificada por Honduras y El Salvador en 1969.  Creo que esta debacle es perfectamente reeditable, que puede estallar en cualquier momento, que el nivel de odio entre los pueblos se ha enconado aún más, que el agua de la marmita está ya hirviente y lista para volver a cocer carne humana. 

Esta debacle es perfectamente reeditable, que puede estallar en cualquier momento.

Cincuenta y cuatro años después de los hechos que vengo de relatar, Centroamérica está lo suficientemente enloquecida como para volver a escenificar una orgía de muerte, un nuevo aquelarre de la aniquilación.  Es nuestra pulsión tanásica, el canto de sirena de la muerte, nuestra “sombra” (Jung), nuestro licántropo que ruge desde el fondo de las entrañas, y que ya clama por sangre, como lo hace cíclicamente cada vez que la paz se enferma.

Este texto no solo tiene un propósito de reconstrucción histórica: es un artículo “profiláctico”, un llamado a la cordura, una alarma que hago sonar, el repiqueteo de mil campanas broncíneas, que pongo a tañer a fin de que no repitamos los actos de vesania de 1969.  Los trasgos y endriagos están y estarán siempre ahí: son componentes de eso que llamamos “naturaleza humana”.  Lo que debemos hacer es mantenerlos recluidos tras vallas eléctricas, como los antediluvianos monstruos de Parque Jurásico.  No es, en mi sentir, una buena película, pero le reconozco una gran virtud: propone una alegoría muy inteligente y sagaz de lo que sucede cuando el ser humano cree tener a sus dragones y vampiros bajo “control”…  El “control” es, siempre, por definición, una mera ilusión, y esa es una realidad que debemos aceptar, y con lo que tenemos que aprender a vivir.

1 comment

Deja un comentario

Descubre más desde Visión CR

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo