Visión CR

Semiótica de la imagen femenina

Jacques Sagot, pianista y escritor

Comencemos despacito y con buena letra.  Para empezar, no hay que tenerle miedo a don Perogrullo, quien después de todo fue uno de los hombres más lúcidos que jamás viviera.

Vivimos en una sociedad de consumo.  Esto significa tres cosas.  Primera: el ser y el tener se han tornado indiscernibles: soy lo que tengo.  Segunda: el mundo está ahí únicamente para mi gratificación personal, es una enorme golosina que debe ser fagocitada.  Tercera: existe una relación de sinonimia entre la felicidad y la capacidad de adquirir todo cuanto despierte nuestra concupiscencia.

Solo consumimos aquello que deseamos.  El atizamiento sistemático del deseo del comprador -y tal es la función de la publicidad- es condición de posibilidad de la sociedad de consumo.  Sociedad sufriente y regresiva de desadores compulsivos, de insaciables criaturas que reclaman a gritos su teta.

Walras sostiene que lo que le confiere valor a un producto es su capacidad para movilizar el deseo de la mayor cantidad posible de compradores.  Es la confluencia del deseo de miríadas de consumidores sobre un producto concreto lo que le permite a este cotizarse exitosamente en el mercado.  Al valor-trabajo  de Marx se sustituye el valor-deseo de Walras.  La sociedad entera se estructrura en torno a una economía del deseo, la libido sentiendis (el apetito de sensaciones) de que hablaba Pascal.

Primer punto de articulación en nuestro razonamiento: la economía de una sociedad de consumo moldea la economía libidinal de los consumidores y a su vez depende de ella, juega con ella, la exacerba y excita.  Las pulsiones sexuales del consumidor se ven desplazadas hacia mil objetos codiciados.  La sociedad de consumo funciona únicamente por la constante renovación de este appetitus.  El fenómeno de la moda -efímera, fluctuante-, hace del deseo algo esencialmente movedizo: nuestra energía pulsional es manipulada según el modelo bursátil, esto es, bajo un régimen de absoluta inestabilidad, de altibajos, de irreprimibles urgencias.  El deseo es volátil: en la “bolsa de valores” lo veremos subir o bajar varias veces en un solo día.

Segundo punto de articulación: en un mercado primordialmente masculino, el objeto de deseo por antonomasia no es otro que la mujer.  De ello se desprende que todo aquello que se vende debe asumir la forma de, conducir hacia, o estar de alguna manera asociado a la mujer: la mercancía tiene que feminizarse.

Todo producto promete gratificación.  La mujer ha sido percibida durante milenios como gratificadora a tiempo completo.  Cabe, por consiguiente, afirmar que, en un plano simbólico, el hombre está siempre comprando a la mujer.  Todo cuanto adquiera -un Rolex o un Ferrari descapotable- prometerá librarle las llaves del reino, revelarle el rostro de la gran sacerdotisa del placer.  Poco importa cuál sea la chuchería de turno: el hombre está siempre en pos de la ubre generosa y ubérrima.  Así como el aguardiente redobla la sed del bebedor, el furor adquisitivo del consumidor no hace sino enconarse con cada nueva compra.

La vitrina es a la mercancía lo que la pasarela y la valla publicitaria son a la mujer: espacio para la exhibición -lo que no se exhibe no se vende-.  La mujer asume la forma de la mercancía: disponibilidad irrestricta y pasividad total.  Cosa que se ofrece lúbricamente a todo pasante, exterioridad pura, superficie para el manoseo de los regateadores, ausencia completa de autonomía y subjetividad.  La dinámica sujeto-sujeto que debe prevalecer en toda relación humana se sustituye por el aberrante vínculo sujeto-objeto, la mirada ética que propugnaba Lévinas cede su lugar a la mirada cosificadora y sartreana.  Desde el momento en que el equilibrio sujeto-sujeto se ve violado, respeto y comunicación devienen impracticables: la mujer es assujetie (Foucault), se convierte en algo “a la mano”, el zuhanden de que hablaba Heidegger.  Añadamos, por otra parte, el imperativo categórico kantiano, según el cual todo ser humano debe ser considerado un fin en sí mismo, y no un medio para los propósitos del otro (Metafísica de la Moral).

¿Siguen ustedes conmigo, mis pacientes lectores?  Prosigamos, entonces.  En una época que ha instaurado el totalitarismo de lo visual, la mujer es homologada a la mercancía por medio de la imagen.  Y ello de las más sofisticadas maneras.  Consideremos algunas.

El isomorfismo: la esbelta y curvilínea figura de un frasco de perfume, las sinuosas curvas de un carro que lleva por nombre “Mercedes”.

La anamorfosis: el diseño que asumirá la forma de mujer o de botella de champán, según el ángulo desde el cual se le mire.

La prosopopeya: la “Rubia Pilsen”, donde un objeto inanimado asume rasgos antropomórficos, en este caso específicamente femeninos.

La sinécdoque: figura retórica que consiste en designar el todo por la parte (pars pro toto) la mujer es sus senos, sus nalgas, su vulva, es decir, genitalidad pura.

La asociación por contigüidad: la rubia pechugona recostada a un Jaguar rojo.  Aquí la mujer no alcanza siquiera el rango de mercancía: es, más bien, una estrategia de mercadeo, un bono, una extra, una “feria”, un suplemento del placer que el producto promete.  Entre ella y los avioncitos de plástico del Corn Flakes de Kellogg´s no hay diferencia ontológica alguna.  Es un supplément (Derrida) de placer.

La transfiguración caleidoscópica: ¿quieren ustedes, mis curiosos lectores, asistir al prodigio de una evanescente mujer que, como por ensalmo, se transforma en un televisor Samsung?  Remonten la avenida segunda de San José hasta desembocar en el parque La Sabana: ahí la verán, revelándose y escondiéndose como el Ser de Heidegger (la aletheia), esfinge cautiva en su triste virtualidad de valla publicitaria.  Este recurso interpela, evidentemente, nuestro pensamiento mágico.

Estamos ante una retórica de la imagen que nos dice una y otra vez lo mismo: la mujer -transubstanciada en descapotable, cerveza o televisor- está siempre en venta.  La violencia contra la mujer -tal cual se manifiesta en los más pobres estratos sociales- guarda relación directa con la explotación publicitaria del cuerpo femenino.  Debemos hundir el escalpelo en un tumor metastásico que urge extirpar de nuestra sociedad.  Si la mujer es mercancía, está claro que la incapacidad adquisitiva equivale, en el hombre, a una forma de impotencia.  Quien dice impotencia dice frustración, quien dice frustración dice ira.  El agresor -que en los casos extremos deviene sociópata- desatará esta ira sobre la mujer: castigará en ella la inaccesibilidad del Ferrari que no podrá nunca poseer.

La hora ha llegado de preguntarnos si el verdadero agresor no es el sistema que fomenta y legitima tales aberraciones.  El otro, el pobre diablo que aporrea a su mujer en la sordidez de su tugurio, no pasa de ser el subproducto de una ideología podrida, de una constelación de antivalores que demandan urgente revisión.  Lo que está aquí en juego es la dignidad misma del ser humano.

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